Se llega a los tres años del conflicto bélico generado por la invasión de Rusia a Ucrania de fines de febrero de 2022. Se trata, en realidad, de la prolongación de la crisis entre esos países iniciada en 2014 y que incluyó en aquel momento la toma y anexión de Crimea por parte de Moscú. Para muchos especialistas, el mayor conflicto militar europeo de tipo convencional desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Un conflicto que, como ocurre en estos casos, hace lamentar la pérdida de miles de personas, además de los grandes daños edilicios y de infraestructura en general. Ciudades y regiones prósperas de Ucrania, con potencial económico, fueron alcanzadas por las acciones de las fuerzas militares de Rusia. Y hasta hubo dificultades frecuentes para que el invasor respetara corredores de evacuación de personas previamente acordados.
En todo este tiempo nunca desapareció el riesgo de la extensión del conflicto más allá de las fronteras ucranianas. Rusia siempre justificó su acción en una posible avanzada de Occidente contra su territorio, cuando en la práctica lo que quedó en evidencia fue el afán expansionista del presidente Putin para hacerse de lugares estratégicos.
Durante estos años los países occidentales, encabezados por Estados Unidos, proveyeron a Ucrania de armamento para hacer frente a la invasión, pero no llegaron a participar activamente. Hay que hacer notar que el anterior gobierno estadounidense, a cargo de Joe Biden, tuvo problemas para conseguir que el Congreso, mayormente dominado por republicanos leales a Donald Trump, no obturara el plan de ayuda económica para los intereses de defensa ucranianos.
De todos modos, siempre quedaron dudas sobre la real predisposición de Occidente para forzar negociaciones de paz con Rusia. O si todo se limitó a la ayuda de carácter bélico como defensa y a sanciones de índole económica, que más incentivaron a los rusos para intensificar su avance. Una deuda más de la comunidad internacional para intentar mediar con reales convicciones.
Justamente, aquella actitud de Trump como principal estratega de la oposición al gobierno de Biden encendió alarmas políticas entre los países atentos al desarrollo del conflicto generado por Rusia. Se puso en consideración la buena relación que el líder republicano mantuvo durante su primer gobierno con su colega ruso ante la posibilidad de que el líder republicano volviese a la Casa Blanca, como finalmente ocurrió tras las presidenciales de noviembre.
Y recientemente, pocos días después de su insólita propuesta inmobiliaria sobre el territorio de Gaza, el primer mandatario norteamericano entabló conversaciones de paz entre su país y Rusia para poner fin a la guerra sin invitar a Ucrania a esos contactos, lo que produjo lógica preocupación, y enojo, del presidente Zelensky, que acusó a Trump de priorizar argumentos rusos sobre la guerra. A su vez, el estadounidense no tuvo reparos en criticar la trayectoria del líder ucraniano en estos años de guerra, en una actitud nítidamente inadecuada. Y acaba de calificarlo públicamente de “dictador”, pretendiendo, incluso, forzar elecciones para buscar sucederlo. En definitiva, un panorama poco claro que tiende a confirmar viejas sospechas de favoritismo de Trump hacia su controvertido colega ruso.
Lograr poner fin a una guerra siempre puede ser considerado loable, meritorio. Pero si dicho paso se da en base a imposiciones y miradas parciales del conflicto en cuestión se puede caer en una injusticia histórica impuesta a la fuerza.