La historia argentina se construyó en medio de disputas feroces. En el siglo XIX, la política se resolvía en el campo de batalla y el poder se ejercía con sangre. Las guerras civiles dejaron un legado atroz de violencia, ejecuciones y escarmientos públicos que marcaron a fuego el nacimiento del país.
Pancho Ramírez y la lógica del escarmiento
Uno de los asesinatos más brutales fue el del caudillo entrerriano Pancho Ramírez, el 10 de julio de 1821. En Córdoba, fue capturado por sus antiguos aliados y ejecutado sin juicio ni clemencia. Según el testigo presencial John Anthony King, Ramírez fue obligado a arrodillarse, con los brazos atados, y ejecutado de un disparo. Posteriormente, fue degollado con brutalidad. Su cabeza fue enviada a Santa Fe, donde Estanislao López ordenó embalsamarla y colgarla en una jaula a la vista de todos. Una advertencia atroz, pero habitual en un tiempo en que el escarmiento era también una forma de gobierno.
La historia escrita con sangre: Laprida y Quiroga
La lógica de la aniquilación no se detenía en el campo militar. Francisco Narciso de Laprida, presidente del Congreso de Tucumán y figura clave de la independencia, sufrió en 1829 un destino igualmente atroz. En el contexto de la Batalla del Pilar, fue emboscado y asesinado con extrema saña: enterrado hasta el cuello y pisoteado por caballos, según algunas versiones; herido, degollado y descuartizado, según otras. Jorge Luis Borges, en su célebre Poema conjetural, inmortalizó esta última imagen, transformando al prócer en emblema de una tragedia nacional, devorado por la misma patria que había ayudado a crear.
En 1835, una crisis entre Salta y Tucumán llevó a Facundo Quiroga a actuar como mediador por pedido de Rosas y del gobernador Maza. Pero la misión terminó en desastre: uno de los gobernadores ya había sido asesinado, y en su regreso a Buenos Aires, Quiroga fue emboscado en Barranca Yaco, Córdoba, por Santos Pérez y hombres al servicio de los Reinafé. Fue ejecutado en el acto junto con su secretario, su comitiva y un niño. Los cuerpos quedaron sin sepultura durante días, bajo la lluvia. La barbarie no respetaba ni jerarquías ni inocencia.
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El asesinato de Facundo Quiroga, uno de los más brutales de la historia argentina. IMAGEN: Cayetano Descalzi.
Las cabezas de Acha y Avellaneda
La violencia persistió. En 1841, en San Juan, el general unitario Mariano Acha fue capturado tras ser derrotado por tropas federales bajo el mando de Nazario Benavídez. Aunque venía de una victoria reciente en Angaco, fue fusilado por orden expresa de José Félix Aldao, quien había dictado sentencia antes del juicio: “Quiero la cabeza de Acha. Que se le dé exhibición en el más alto de los cerros…”. Así fue. Su cabeza terminó clavada en un palo de álamo como símbolo de venganza por Dorrego, a quien Acha había entregado años antes a Lavalle. La dignidad con la que enfrentó la muerte fue recordada por testigos como el veterano Sandalio García, que evocó la serenidad de Acha ante el final.
Apenas días después, otra imagen espantosa se sumó al repertorio de horrores de la época. En Tucumán, el joven político unitario Marco Avellaneda fue degollado por orden de Juan Manuel de Rosas. Su cabeza permaneció varios días en una pica en la plaza principal, hasta que una vecina la rescató en secreto y la escondió en un camposanto franciscano. Años después, su cráneo fue devuelto a la familia y sepultado en la Recoleta. Su hijo, el futuro presidente Nicolás Avellaneda, recibió así un legado que no estaba hecho de gloria, sino de muerte y memoria.
Cada una de estas ejecuciones, lejos de ser episodios aislados, forma parte de una narrativa mayor: la de una Argentina que, en su siglo XIX, parecía escribirse a filo de sable y bajo la lógica de la venganza. Las cabezas expuestas, los cuerpos abandonados y los silencios impuestos hablaban un lenguaje brutal y definitivo. La patria no solo se gritaba en proclamas: se imponía con sangre.