“Perdés el sueño, tratando de imaginarte qué trucos tratarán de hacerte. Sos el tipo de la ruleta que se asegura de que los jugadores no hagan trampa. Y una noche te ponés a pensar cómo podrías hacer trampa. Y cómo lo harías bien. Porque sos el que la hace girar. Conocés cada muesca de memoria. Y sabés que solo necesitás tener un plan. Un cómplice que haga la apuesta”.
- Walter Neff (Fred MacMurray) en “Pacto de sangre” (Double Indemnity, 1944).
Si bien en su historial abundan las comedias, Billy Wilder estableció en “Pacto de sangre” (Double Indemnity, 1944) las bases del film noir (cine negro), término acuñado dos años después por el crítico Nino Frank en la revista L’Écran français. Difícilmente exista película posterior -incluyendo su también celebrada “El ocaso de una vida” (Sunset Boulevard, 1950)- que no se haga eco de sus virtudes, potenciadas en un contexto donde, además, la creatividad de directores y guionistas debía esquivar la censura imperante del código Hays.
Desde luego, sería impertinente atribuirle a Wilder el hallazgo del film noir. Ya sea considerado género o estilo cinematográfico, fácilmente se lo puede rastrear desde los años 30, cuando el ascenso del régimen nazi en Europa provocó la huida de cineastas a la industria de Hollywood. Entonces, los filmes estadounidenses comenzaron a incorporar técnicas de iluminación que ilustraban el costado psicológico, presentaban héroes ambiguos y lucían parloteos afilados. La alemana “El vampiro negro” (M, 1931), de Fritz Lang, es, sin duda, un influjo para títulos producidos en EE.UU. como “El pequeño César” (Little Caesar, 1931), “Scarface” (1932) y, ya más adelante, la ampliamente reconocida “El halcón maltés” (The Maltese Falcon, 1941).
“Yo tenía una sensación, algo en mi mente, ‘M’ estaba en mi cabeza”, confió Wilder en el libro “Conversaciones con Billy Wilder” (1999) sobre una de sus referencias para adaptar “Double Indemnity”, novela de James M. Cain publicada en 1943 y basada en Ruth Snyder, una estadounidense condenada a la silla eléctrica por seducir a un vendedor de corsés para asesinar a su marido y obtener el dinero de la póliza por accidente. El caso se volvió famoso por la foto de ella a mitad de la ejecución, casi como una muestra de lo que podía pasarle a toda mujer que intentara salirse con la suya.
Si bien Paramount le encargó la película sin mucha vuelta, Wilder no la tuvo fácil. Se había distanciado de su guionista de confianza, Charles Brackett, y debió trabajar codo a codo con un experto en la novela detectivesca como Raymond Chandler. Fue tanta la fricción que el escritor retomó su adicción al alcohol debido a la intensidad del director, quien paradójicamente festejó este tire y afloje en pos del estallido creativo y el pulido de las líneas.
El siguiente desafío fue conseguir a la pareja protagónica: nadie quería ensuciarse con papeles inmorales. A mediados de los 40, Barbara Stanwyck era la actriz mejor pagada en Hollywood y le preocupaba que su imagen saliera perjudicada por encarnar a una mujer cínica, traicionera y sexual. En tanto, Fred MacMurray, por entonces galán inofensivo de comedias, le dijo sin rubor alguno a Wilder: “Interpretar un papel serio requiere actuar, ¡y no puedo hacerlo!”. Ambos artistas terminaron aceptando, y el director sacó lo mejor de cada uno… como supo hacer en todos los elencos a su cargo.
La memorable apertura de “Pacto de sangre” revela la sombra de un hombre ayudado por unas muletas que se acerca a nosotros. Aún desconocemos si se trata del asesino o la víctima. Tampoco es que altere demasiado la ecuación. Es que, a continuación, el vendedor de seguros Walter Neff (MacMurray) llega malherido a su oficina en Los Ángeles y confiesa a través de un dictáfono que él, un treintañero guapo e impecable, es el responsable de la muerte del Sr. Dietrichson: “Lo maté por dinero y por una mujer. Perdí el dinero y la mujer. Qué lindo, ¿no?”. Ya sabemos quién es el culpable del asesinato, qué lo motiva y cuál es el desenlace. A Billy Wilder solo le queda hacer gala del encanto del cine: mostrarnos el “cómo”.
Mediante el recurso del flashback y una narración en off, el protagonista Neff recupera el origen de su vínculo con Phyllis Dietrichson (Stanwyck) y el plan milimétricamente calculado para hacer pasar el crimen de su esposo como accidente y cobrar la doble indemnización de 100.000 dólares. Empatizamos con sus miserias y queremos que el crimen les salga a la perfección, pero hay un contrapeso moral: la relación de respeto mutuo entre Neff y su colega Barton Keyes (Edward G. Robinson).
Billy Wilder apostó en “Pacto de sangre” por un clasicismo que le permitió resaltar su agudeza para el diálogo inteligente (“No podía oír mis propios pasos, caminaba como un hombre muerto”), dotado de relecturas y ligero humor negro. Detallista como pocos en su rubro, se encargó de forjar una imagen opresiva, ponzoñosa y oscura -cortesía del director de fotografía John Seitz- entre el polvo en suspensión, las cortinas venecianas que emulan la cárcel y las sombras que proyectan la esencia de los personajes. Sobresalen espacios de inspiración expresionista que manipulan, intrincan y materializan tan punzante relato.
El legado de la cinta se extiende también al tratamiento de la femme fatale. Wilder graficó el estrangulamiento del Sr. Dietrichson con un primer plano de la actriz, mientras mira fijo a cámara, saborea la hazaña e incorpora al espectador en su escena del crimen. Así, Barbara Stanwyck se erigió como un emblema de feminidad que disputa el poder en pantalla, presiona por su independencia y se aprovecha del molde antiquísimo de la belleza para saciar sus motivaciones.
Esta ruptura del rol atribuido a la mujer maduró con la Ava Gardner de “Forajidos” (The Killers, 1946) o la Gloria Grahame de “Los sobornados” (The Big Heat, 1953); incluso se trasladó al thriller erótico, subgénero heredero del film noir, con la icónica Kathleen Turner de la cuasi remake “Cuerpos ardientes” (Body Heat, 1981), por ejemplo.
James M. Cain le alabó a Wilder los ligeros cambios respecto al material original, en particular, en el final. Y eso que el director tuvo que lidiar con el ingenio para obtener el sello del código de producción, que le impedía retratar el triunfo del mal: la pareja estelar estaba obligada a pagar en pantalla sus transgresiones. Pero en lugar de filmar subrayado a un Neff condenado a la cámara de gas, el realizador decidió dejarlo moribundo, sin salida y castigado, a los pies de su confidente Keyes.
“Después de ‘Double Indemnity’, las dos palabras más importantes en el mundo del cine son Billy Wilder”, llegó a decir Alfred Hitchcock en 1944, resignificando uno de los lemas de marketing de la película (“‘Double Indemnity’, las dos palabras más importantes en la industria cinematográfica desde ‘Broken Blossoms’ [N. de la R.: ‘Lirios rotos’, de D.W. Griffith, 1919]”). Y es imposible estar en desacuerdo.