Trump avanza mirando el espejo retrovisor. Por eso chocó el mundo contra el muro arancelario que levantó. Y agrava el choque por aplicar su fórmula de matonería empresarial.
Al revés de lo que describe Trump, su país alcanzó la cima del desarrollo y la opulencia en las ocho décadas de libre comercio que él intenta destruir. Ese es el orden que podría quedar sepultado bajo el muro de aranceles del vulgar y brutal presidente norteamericano.
Trump avanza mirando el espejo retrovisor. Por eso chocó el mundo contra el muro arancelario que levantó. Y agrava el choque por aplicar su fórmula de matonería empresarial.
Quienes aplaudieron su grosera fanfarronería en el Comité Nacional Republicano entrarían en pánico si entendieran lo que revela la vulgaridad con que humilló a los países que le pidieron negociar. Un presidente norteamericano usando términos que chocan hasta en los poemas de Bukowski, exhibe una mezcla de vileza y mediocridad que vuelve distópica y sombría esta etapa de la historia.
Seguramente, el mundo está plagado de personajes ruines y mediocres gobernando naciones, pero Trump ostenta esa falta de calidad intelectual y humana. Alardea de ser un patán de baja estofa.
Pero lo más grave es el anacronismo de sus metas y la brutalidad con que se encamina hacia ellas, mirando el presente y el futuro por el espejo retrovisor.
Si condujera como un estadista y no como un empresario matón, habría avanzado hacia su política proteccionista al revés de cómo lo hizo. O sea, en lugar de bombardear al resto de los países con aranceles y después llamar a uno por uno para negociar reciprocidad tras haber causado devastación en los mercados, lo que debió hacer es, primero, negociar reciprocidad caso por caso y, a los que rechacen una balanza comercial equilibrada, aplicarle el castigo arancelario.
En este caso el orden de los factores altera el producto y Trump los ordenó del peor modo. Primero les propinó una paliza salvaje y después empezó a preguntar a uno por uno si quieren ser sus amigos. De haberlo hecho al revés se hubiera ahorrado muchas palizas y la trifulca que causó estragos también a la economía norteamericana.
No es seguro que finalmente logre lo que promete, porque es anacrónico el objetivo que lo llevó a causar este sacudón global que tumbó empresas, evaporó fortunas y también arruinó a pequeños ahorristas, además de generar desempleo y masivas crisis de nervios.
Trump propone volver a las últimas décadas del siglo XIX, cuando los norteamericanos ricos no pagaban impuesto a la renta y se aplicaban aranceles a las importaciones, medida proteccionista que el gobierno de William McKinley incrementó en 1898.
Igual que a la primera elección, Trump ganó su segundo mandato describiendo una utopía regresiva: volver al tiempo de las grandes fábricas manufactureras colmadas de obreros, con altas torres de oficinas en el Down Town. El tiempo de los imperios pujando por colonias de donde extraer materias primas para las fábricas que, desde el siglo XVIII, había puesto en marcha la revolución industrial.
Trump y Vladimir Putin, su inspirador, tienen ambiciones decimonónicas: conquistar territorios ricos en minerales; el Dombás ucraniano, las tierras raras de ese país eslavo al que el magnate neoyorquino bolsiquea vilmente en plena guerra, Groenlandia y el ártico canadiense con sus glaciares en retirada dejando minerales estratégicos al alcance de las manos.
Los cuatro gigantes que se favorecen con la nueva geopolítica, el primer ministro indio Narendra Modi, el presidente chino Xi Jinping, el líder ruso y Trump, son nacionalistas y expansionistas, pero los dos últimos tienen miradas anacrónicas sobre la grandeza de Rusia y de Estados Unidos. “Make América Great Again” es un eslogan que exhibe la utopía regresiva en el “again”.
Al revés de lo que describe Trump, su país alcanzó la cima del desarrollo y la opulencia en las ocho décadas de libre comercio que él intenta enterrar bajo su muro arancelario.
Aunque haga regresar automotrices, no volverá el país de las grandes plantas industriales. Esa utopía regresiva generó una ilusión ingenua en millones de norteamericanos.
Hoy los autos, los ordenadores, los celulares y demás productos tecnológicos contienen componentes producidos en distintos países. Eso es la globalización, y redujo los precios de los bienes tecnológicamente complejos.
Así como Henry Ford hizo que un producto de lujo como eran los primeros automóviles quedara al alcance de inmensas clases medias al crear la línea de montaje que posibilitó la producción en serie, la globalización esparció la producción de alta tecnología y masificó su uso al abaratar sus costos.
La visión geopolítica de Trump y Putin quedó en el mundo de los grandes imperios que se disputaban posesiones coloniales para obtener materias primas.
Esa puja desembocó en la Primera Guerra Mundial. Woodrow Wilson intentó racionalizar la producción, el comercio y la política internacional promoviendo la democracia, con un árbitro que evitara nuevas guerras: la Sociedad de Naciones.
Europa no lo entendió, aportó al fracaso de la Sociedad de Naciones y se deslizó hacia la Segunda Guerra, después de la cual Estados Unidos fue el eje del libre comercio que potenció el desarrollo y expandió la prosperidad.
Ese es el orden que podría quedar sepultado bajo el muro de aranceles de Trump.
* El autor es politólogo y periodista.