El mundo quedó hablando del “legado de Francisco”. Los medios y la intelectualidad lo buscaron principalmente en el escenario político mundial, en su posicionamiento ante las vertientes teológicas y la tradición litúrgica, así como también en sus encíclicas, cartas y exhortaciones. Pero es probable que el legado más valioso haya sido mucho más visible para el común de las personas en el planeta entero. Y lo único evidente en un líder de visibilidad mundial es su carisma. O sea la naturaleza humana que transmite su rostro, sus gestos y su voz, además de las palabras que pronuncia en forma pública.
El origen griego de la palabra carisma es distinto a la interpretación política que hizo Max Weber desde la sociología. Su origen más remoto está en la antigua Grecia, refería al encanto de los dioses y se incorporó en la tradición cristiana a partir de las epístolas de apóstol Pablo, cobrando relevancia al ser considerado un don divino concedido a una persona para el bien de la comunidad que lo observa.
El legado de Francisco I no está en sus posicionamientos en el tablero internacional. Más allá de sus aciertos y de las intenciones que tuviera cuando dio pasos en falso, en la política mundial es donde cometió errores. Su legado valioso es lo que irradió su personalidad, su imagen humilde, incluso su rostro y el tono y la cadencia de su voz.
El común de las personas no sigue las posiciones políticas, litúrgicas y teológicas de los pontífices, sino lo que transmite la imagen de esos líderes de visibilidad mundial. El grueso de la humanidad abraza o rechaza lo que irradian los modales y gestos que constituyen el carisma de los pontífices, además del destinatario de sus prédicas. Y lo que irradió Francisco desde sus rasgos faciales y su forma de transmitir mensajes coincidentes con su imagen, es una mezcla cálida de bondad, humildad y una cercanía con la gente que incluye comprensión, compasión y acompañamiento.
Irradiar esos valores que lo hicieron apreciado en el mundo fue imprescindible en este tiempo de liderazgos brutales.
Trump y muchos líderes ultraconservadores que lo admiran transmiten un supremacismo arrogante, que se expresa con agresiva vulgaridad y coloca su ego desmesurado en la función que corresponde a la inteligencia y la razonabilidad.
Ese liderazgo que desprecia la debilidad en todas sus formas y aborrece la disidencia, es el que está en auge montado a la ola ultraconservadora que recorre el mundo.
En las antípodas está lo que irradió el carisma amable y humanista de Francisco. Eso lo volvió necesario en un tiempo de líderes que ostentan insensibilidad y procuran imponer sus convicciones absolutas denostando la crítica y la oposición.
Irradió calma cuando empezaron a vociferar los líderes que irradian histeria y fanatismo; mientras que al interior de la iglesia, lo más valioso es su búsqueda de apertura hacia la diversidad del universo humano y la voluntad de continuar enfrentando la corrupción que marida con el oscurantismo religioso en los pliegues oscuros de la curia romana. Un desafío que inició su antecesor, Benedicto XVI, quien precisamente por eso se sumó al exiguo puñado de Papas que, en la milenaria historia de la iglesia, renunciaron a la función pontificia.
Las últimas dimisiones anteriores a la del teólogo alemán que antecedió a Francisco, fueron la de Celestino V, quien duró pocos meses por no soportar las intrigas en la cúpula eclesiástica, y la de Gregorio XII, elegido con la condición de renunciar poco después.
El Papa del siglo XIII, cuyo nombre secular era Pietro Murrone, aparece en la Divina Comedia rondando el círculo más superficial del infierno, porque Dante Alighieri lo consideró un pusilánime.
Dos siglos más tarde se dio el caso de Gregorio XII, cuya renuncia fue acordada en el cónclave que lo encumbró para luego canjear su dimisión por la del Papa de Avignon, en el marco del Cisma de Occidente.
El último de los casos fue el que convirtió en Papa a Bergoglio. La renuncia de Benedicto XVI había sido su último acto de resistencia contra los rincones oscuros de la Curia Romana.
La deslealtad de su mayordomo expuso la debilidad de Ratzinger. Paolo Gabrielle lo traicionó filtrando información surgida de los sótanos morales de la iglesia. Y cuando un mayordomo traiciona a un pontífice emite un mensaje inequívoco: el Papa carece de apoyo y gravitación en la estructura vaticana.
Francisco mantuvo la pulseada. A lo largo de su pontificado fue nombrando cardenales que aseguren la continuidad del combate que inició su antecesor. El cónclave será el siguiente campo de batalla, donde también pujarán vertientes teológicas tradicionalistas que rechazan debatir el mensaje evangélico, contra vertientes vanguardistas que impulsan una vida intelectual eclesiástica menos temerosa a la apertura y los cambios.
* El autor es politólogo y periodista.