El Papa y los argentinos
Fue la semana que terminó ayer con su sepelio, quizá la única en que los argentinos, en su inmensa mayoría y todos juntos (peronistas y antiperonistas, cristinistas y mileistas, izquierdistas y derechistas, ateos y creyentes), vieron al Papa como Papa (“detalle” que durante todo su mandato vio el mundo entero, pero mucho menos nosotros). Esta semana los argentinos pudimos apreciar mejor que nunca, que el resto de la humanidad siempre tuvo una imagen similar del Papa, la de un buen pastor, austero, generoso, amable, amante de la paz y de la justicia universales, militante de causas justas, abierto a comprender todas las diferencias de cualquier tipo. Un pastor universal más que un estadista político, que equilibró el poder material que indudablemente tenía, con autoridad moral. Así fue visto por el mundo, excepto por los argentinos que casi siempre lo juzgamos por su faz política, y para peor, por su faz política relacionada no con el mundo, sino principalmente con su país de origen. Con demasiado ombliguismo. Con nuestro inmenso aldeanismo, nuestras luchas de facciones inconciliables, nuestros odios de todos contra todos, que nos impidió ver la dimensión esencial de Francisco.
Las muy pocas veces que Bergoglio se metió en política interna fue, por ejemplo, cuando apoyó al obispo Joaquín Piña en 2006 en Misiones para impedir la reelección indefinida del gobernador Carlos Rovira, señor feudal que recibió toda la ayuda de Néstor Kirchner, quien por esto odió aún mucho más a Bergoglio, que con Piña logró frenar el contubernio.
Luego, ya muerto Néstor y Bergoglio convertido en Papa, Cristina presidenta intentaría hacer olvidar todo lo que lo difamaron, pero los datos históricos son los que estamos relatando.
Lo cierto es que desde 2003 en adelante, el destino de Bergoglio primero y el de Francisco después fue el de ser para los argentinos, en primer lugar, un actor político partidario más. Nunca lo dejaron ser un mero religioso, ni aún como Papa. Jamás nadie lo acusó con tanta maldad y alevosía como los Kirchner durante una década (el equivalente por izquierda de lo que Milei luego haría por derecha al vituperarlo como el representante del maligno en la tierra, nada más que por pensar ideológicamente distinto a él), pero luego con un estilo político que se podría calificar de garrapata, Cristina, al asumir Bergoglio como Papa, ordenó callar a Verbitsky e intentó apropiarse, servirse, del religioso.
Entonces, a partir de allí, los sectores anti K que antes lo defendían a ultranza, comenzaron a verlo como un peronista, como un kirchnerista más. Hay ejemplos, es cierto, que indican una simpatía del Papa mayor hacia ideas similares a las peronistas que hacia las liberales. Pero es necesario reconocer que él siempre pensó así, aunque no siempre debió -ni le interesó- demostrarlo cuando nadie lo ponía entre la espada y la pared. Él, durante su juventud, tuvo una relación intensa con una vertiente cuasi religiosa del peronismo setentista, la mítica "Guardia de Hierro" cuya consigna era “sonríe Perón te ama”. Se creían los apóstoles de Perón, sus soldados o “sacerdotes” contra la infiltración marxista y la represión derechista que estaban dentro del último gobierno del General. Y esa simpatía juvenil de Bergoglio la mantuvo durante toda su vida, representada al menos en políticos de esa tendencia que nunca dejaron de ser amigos suyos, como Julio Bárbaro, o los Grabois, padre e hijo. O sea, sin haber sido nunca peronista, Bergoglio jamás dejó de lado esa simpatía un tanto mística, religiosa por las vertientes más sociales del peronismo. Y eso, cuando se hizo explícito por la visibilidad mayor que le dio el Papado por sobre el arzobispado, generó que lo condenaran desde el antiperonismo, de un modo exactamente igual a como lo condenaron los kirchneristas antes.
O sea que el Papa, para las principales facciones políticas argentinas y para muchos de los seguidores de unas y otras, más que un Papa nunca dejó de ser un miembro más de la clase política nacional, que una vez lo colocaron de un lado y luego del lado exactamente opuesto, de acuerdo a conveniencia.
Es cierto que, en tanto argentino, siendo Bergoglio o siendo Francisco, el fallecido máximo pontífice siempre tuvo sus posiciones políticas e ideológicas locales más enfocadas hacia un lado que hacia otros. Y eso, en alguna medida, obstaculizó que se pudiera poner por encima de unos y de otros. Pero mucho más cierto es que las facciones argentinas tampoco tuvieron nunca mucho interés en que Francisco cumpliera ese papel de mediador desde una posición de equilibrio y conciliación. Lo querían suyo o no lo querían. No obstante, y esto es lo importante, el Papa desde que asumió como tal -y aun manteniendo o incluso incrementando por la lejanía el cariño para con su país natal- fue mucho más universal que argentino. Cosa más fácil de entender por cualquiera que no fuera argentino. Nosotros, en una medida exagerada, lo evaluamos como Papa sobre todo por lo adjetivo -su argentinidad- que por lo sustantivo -su universalidad-. Además, si de algún modo, por culpa nuestra o por errores de él, más de una vez lo hicimos intervenir en nuestras luchas políticas locales, en lo que se refiere a su misión ecuménica tanto en el Vaticano como en el mundo, las razones de sus principales decisiones fueron -a diferencia de otros Papas- más pastorales y humanistas que ideológicas o políticas. Y eso no es que sea mejor o peor, simplemente fue así. Es lo que le dio su principal impronta.
El Papa y la Iglesia católica
Así como Juan XXIII transformó la Iglesia hacia afuera, poniéndola a tono con los climas transformadores de sus tiempos, la renovación de Francisco no fue menos importante, pero quizá menos impactante, porque se ocupó de modificar la Iglesia por dentro, como estrategia fundamental porque su decadencia institucional y moral, cuando él asumió, era enorme. Mucho más que en los años 60. Su pelea fue contra la corrupción financiera y contra los extendidos abusos sexuales de sacerdotes, que habían carcomido la iglesia, de modo que el hombre debió extirpar un cáncer con dos grandes metástasis cuando menos. Sin embargo, junto a ello, su mensaje hacia afuera fue también esencial: el de acercarse -y acercar a la Iglesia- a sectores condenados por los religiosos tradicionalistas. Como los divorciados y los homosexuales. O abrirle una puerta aún pequeña, pero abierta por primera vez, a la mujer en las decisiones de la Iglesia.
Fue un Papa al cual le correspondió la misión histórica de curar la Iglesia por dentro para que volviera a ser creíble (una misión similar a la que la película el Padrino III supone debió haber sido la que buscaba implementar Juan Pablo I y que por eso lo mataron). O sea, más que un estratega político que intervino decididamente como líder político religioso de su tiempo, tal cual Juan XXIII incorporando la religión al progresismo creciente entre la juventud en los 60, o tal cual Juan Pablo II en lucha, desde la religión, contra el totalitarismo comunista que él tanto contribuyó desde afuera a que se demoliera desde adentro, Francisco, en comparación con ellos, fue más un pastor religioso que un político, aunque haya intervenido con su voz en casi todos los conflictos políticos de su tiempo. Quería la paz a toda costa, aunque en alguna que otra oportunidad mediara en igualdad de condiciones con invadidos y agresores. Fue tolerante, a veces más de lo debido, con despotismos disfrazados de progresismos como el chavista. O sea, no definió tan claramente una estrategia de política internacional de la Iglesia frente al mundo temporal como hicieron sus dos ilustres antecesores. En cambio, se ocupó de predicar la paz y la justicia por la humanidad entera con extraordinaria grandeza, voluntad y tesón.
Aunque en algunas cuestiones sí fue un Papa político: como en el tema inmigratorio en relación a Europa (y también con respecto a los EE.UU. de Donald Trump) donde desplegó una defensa a ultranza contra la discriminación racista de los neofascismos. O en su lucha, tan atacada por las nuevas derechas, contra las consecuencias negativas del cambio climático. En esos temas sí hizo política, y de la buena. Pero centralmente fue, por excelencia, un pastor que recorrió el mundo predicando magníficamente la bondad, el amor, la paz y la justicia, con más connotaciones espirituales y religiosas que políticas. Y eso no es una crítica, sino una caracterización que lo eleva aún más.
Ahora bien, su reforma hacia dentro de la Iglesia, la cual no culminó sino que apenas empezó, fue trascendente. Dentro de su institución y para su institución, fue -allí sí- un conductor político de magnitud. De allí la importancia que lo continúe un Papa con sus mismos designios para proseguir la tarea inconclusa. Aunque no hablamos de continuidad ideológica sino de algo más profundo. Siendo Francisco un papa progresista en lo conceptual y simpatizante peronista en lo social, no obstante defendió a ultranza la postulación de Benedicto XVI, que era un Papa conservador y además uno de los pocos altos prelados respetados por los liberales (Francisco, en ese sentido, era tan desconfiado del liberalismo como la mayoría de los Papas y de las encíclicas en general). O sea, que ahora no se necesita un Papa que tenga la misma ideología de Francisco, sino un hombre que, como él, tenga bien en claro contra quién debe pelear para recuperar el prestigio herido de la institución eclesiástica más importante del mundo.
Cuando, en marzo de 2013, asumió Francisco, desde estas mismas páginas, apoyándome en algunos apuntes personales de una vieja cátedra cursada en la universidad sobre Historia antigua y medieval, hice la siguiente comparación que ahora reitero, porque creo que se cumplió con creces. Lo cual, a doce años vista, indica que Francisco desde sus inicios tuvo en claro su principal estrategia papal.
En tal sentido, más que con Juan XXIII o con Juan Pablo II que fueron dos grandes líderes que influyeron políticamente de modo crucial en el mundo de su tiempo, quizá sea más adecuado comparar las intenciones de la Iglesia liderada por Francisco con la reforma gregoriana que comenzó con el Papa León IX en 1049 y culminó con Gregorio VII, quien entre 1073 y 1085 consagró revolucionarias reformas dentro la Iglesia de su tiempo.
León IX, como hoy Francisco, advirtió que la Iglesia de aquel entonces no podía seguir con sus vicios internos, de los cuales los principales eran dos: la “simonía”, mediante la cual todo laico poderoso adquiría investiduras eclesiásticas para tapar sus corrupciones “temporales” con esos atributos “espirituales” conseguidos pecuniariamente. Y el “nicolaísmo”, por el cual los clérigos, liberados del control eclesiástico, pero aprovechándose de sus investiduras, se entregaban a desenfrenos sexuales.
León IX percibió que si no se eliminaban esos males internos, la Iglesia sucumbiría ante el dominio de los señores feudales, que se iban apoderando de los símbolos espirituales quitándoselos a la institución religiosa, para acrecentar sus poderes locales, mientras los clérigos cedían a los placeres mundanos. Sin embargo, ese Papa no pudo culminar su tarea porque los males estaban más extendidos en la Iglesia de lo que él supuso al asumir. Pero pudo lograr que su prédica la continuaran sus sucesores, quiénes se atuvieron a dos grandes metas: la primera, dar ejemplo personal de austeridad para que los curas regresaran a los valores del cristianismo primitivo. La segunda, fortalecer el poder del papado a fin de impedir que los señores feudales siguieran creando iglesias particulares para dominar también espiritualmente a sus vasallos.
Por supuesto que los emperadores de entonces, a los que les gustaba nombrar ellos a los papas, y los señores feudales, que se sentían como papas en sus mini-territorios, reaccionaron indignados contra la reforma gregoriana, que buscaba devolverle a la Iglesia el poder religioso capturado por reyes y caudillos por las defecciones eclesiásticas.
Todo finalizó con un relativo empate en lo que se dio en llamar la teoría de las dos espadas, (una versión aggiornada de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César), por la cual el emperador no se metería en los terrenos espirituales y el Papa no se metería en los terrenales. Lográndose con ello que la razón y la fe eligieran cada cual su propio camino, complementándose quizá, pero autonomizándose cada una de las ataduras de la otra. Lo que en su tiempo fue una gran transformación, que anticipó en gran medida lo que luego culminaría con el Renacimiento.
Es muy posible que la Iglesia que recibió Francisco haya sido, salvando las inevitables diferencias históricas, muy parecida a la que recibió León IX y que la reforma que se propuso el Papa argentino fuese inspirada, parcialmente, en la reforma gregoriana.
El Papa universal
Quizá la imagen más conmovedora y más espectacular del Papa Francisco fue la de aquel anochecer, en plena pandemia, cuando se colocó, en absoluta soledad, al medio de la Plaza San Pedro a orar por la humanidad. Es un momento inolvidable. Y maravilloso. Que recordará por siempre la historia. Tanto como a este Papa, que también quedará bien parado en la historia universal. Aunque no haya podido evitar que durante todo su mandato religioso los argentinos se siguieran dividiendo en contra o a favor de él, por esa tendencia aún no curada debido a la cual seguimos apostando más a la facción partidaria que a la unidad nacional. Exactamente la contrario de este Papa. Argentino, profundamente argentino sí, pero que se va de esta tierra siendo más universal que argentino.
* El autor es sociólogo y periodista. [email protected]