Casi 60 años dejados atrás. Comienza una vida diferente para Liliana Díaz (58) y también para su hija Magda Martínez, que tiene 30. Quedan en el pasado las incomodidades del frío y la lluvia. Viene un futuro mejor para las tres nietas que tiene a cargo.
Ambas vivían -aunque cuando lo cuentan aún lo hacen en presente por la falta de costumbre- en el puesto Martínez a sólo 8 kilómetros de la ciudad. Por el paisaje que las rodea parecieran cientos. Allá va a parar parte de la basura que todos los días se producen en las zonas urbanas. A eso se dedicaba Liliana hasta que los huesos le dijeron basta.
Ahora le han dado al sentido de "vivir" otro significado. Ahora tienen casa en el barrio Sol y Sierra, paredes de ladrillo, un techo que no se vuela cuando corre viento Zonda. Ya no tienen que salir en mitad de una noche de lluvia a volver a poner el nylon para no mojarse. Tampoco deben salir a buscar leña a la montaña, en pleno invierno, para no morirse de frío. Ya no tienen que esperar el tanque de agua ni la garrafa solidaria, ahora solo les basta con abrir una canilla o encender las hornallas.
Ahora tienen casa, una nueva. A estrenar. Ayer se conoció que la comuna de Godoy Cruz relocalizó a 108 familias del Pedemonte, precisamente, de los asentamientos ubicados a unos metros del basural de este departamento conocido como "El Pozo". Dos de ellas ahora pertenecen a las mujeres de este relato.
"Vivo para arriba, allá atrás", señala a su espalda Liliana, olvidándose -otra vez- que ya no. Dice allá atrás y suena simbólico para quien así quieren entenderlo. Continúa e indica que no tiene que preocuparse por pasar un día o más sin luz, a la que antes accedía por estar "colgada".
Liliana se ríe con la boca llena de alegría. Está feliz y se le nota. Se presta para las fotos y videos que seguramente la incomodan. No importa. Duerme sin sobresaltos hasta el otro día. Ahora piensa en el jardincito y las plantas que pondrá en el frente de su vivienda.
Paisaje desconocido
La sala principal de la casa de Liliana, que es igual a la de Magda que vive enfrente, todavía está incompleta. De los agujeros de la pared todavía penden los cables para la instalación de luces. El lavarropas -también nuevo- está a medio desembalar. El termotanque está a su lado y es una de las pequeñas maravillas que cambiaron la cotidianeidad de la dueña de casa.
"Es mi casita. Es un sueño y estoy muy contenta. Mis nietas también. Ahora tengo agua caliente, ya no tengo que bañarme con frío", dice la mujer cuyo único ingreso es una pensión de madre de más de 7 hijos. "Se va a reír cuando le diga, tengo 11", agrega.
Frente a su casa, que tiene dos habitaciones pero las hay hasta de cuatro, hay pilas de ladrillos que sus vecinos, también relocalizados de los asentamientos La Lonja y Cooperativistas del Sol y Sierra. Los trajeron de sus antiguas viviendas para poder hacer los cierres, para tener, tal vez por primera vez, más intimidad.
"A veces me pasaba varios días sin poder arreglar mi casa porque ya soy grande y no puedo subirme al techo, por ejemplo. Tenía que esperar a que alguien pasara y me ayudara", recuerda Liliana y añade que desde que se quedó viuda, hace 10 años, las cosas se complicaron aún más.
Perder la llave
Magda se ríe. Parece una constante en la casa de su madre. Dice que perdió la llave. Que no estaba acostumbrada a tenerla. Ella es la primera mujer recuperadora urbana de la zona, un trabajo generalmente desempeñado por los varones de todas las familias que viven de lo que la basura les brinda.
Camino a la casa de su madre va señalando a sus compañeros de faena que andan con sus motocargas, las que reemplazaron a los caballos que antes hacían la misma tarea. Algunos de ellos siguen llevándose materiales de donde estaban sus antiguos hogares, que ahora lucen todos derrumbados. Era una de las exigencias para tener su nueva casa.
"Ahora mi hija duerme sola, en su habitación. Le va a costar acostumbrarse y a mí también. Hoy ni me enteré que estaba lloviendo. Es más, me levanté y vi todo mojado y yo ni enterada", comenta con una sonrisa que contagia. "Duermo calentita", confirma.
Magda nació en Los Barrancos, al igual que sus diez hermanos. Tiene dos hijas y más de 20 sobrinos. Recién a sus 30 conoce lo que es poder refugiarse bajo un techo macizo.
Y además advierte que no tiene que volver pensando en si le han reventado el candado y robado, otra vez, las cosas de su casa.
También dice que podrá dar una dirección, que era uno de las complicaciones a la hora de buscar trabajo. "Me pasaba que tenía que poner como referencia la escuela. No les daba otra ubicación porque a veces si les decís que vivís en un asentamiento se complica", cuenta Magda que tiene cinco perritos a su cargo a quienes cuida como si fueran una de sus hijas.
Un futuro mejor
Las dos mujeres dicen que con esta oportunidad imaginan un nuevo futuro. Que sus nietas, en el caso de Liliana, tendrán la posibilidad de vivir una vida distinta a la que tuvo ella. Habla de que pueden hacer la tarea de la escuela, de dedicarse a ser niñas.
Magda coincide con su madre. Sus hijas ya no tendrán que pensar en que un aluvión les va a levantar las chapas de su hogar. Ya piensa en hacer el cierre de su propiedad, en plantar arbolitos para que el barrio y su paisaje sea otro distinto al que acostumbraban, entre las rocas del Pedemonte.
Como acto simbólico, antes de mudarse tuvieron que derrumbar sus viviendas, para demostrar el compromiso que este incipiente futuro les arroja. "Nos vamos a ir acostumbrando de a poco. A apagar la luz para no gastar tanto, a cerrar el agua. Pero uno sabe que tiene su casa. Y eso te ayuda a salir para adelante. Ya no nos quedamos atrás", finaliza Liliana.