Cada vez son más los mendocinos que optan por comprar y vender productos en la vía pública, en las ferias espontáneas de artículos nuevos o usados, generando un circuito económico que no abandona los lineamientos de la informalidad.
En los pasillos de estos mercados a cielo abierto las historias de cientos de personas se entrecruzan, le dan un rostro a la realidad de quienes buscan la oportunidad de generar una fuente de trabajo. De pequeños almacenes, con mercadería no perecedera, a los productores agrícolas que exponen frutas o verduras de estación; entre ellos, habitan otros artículos de lo más insospechados: vidrios templados para celulares, ropa deportiva, textos usados o canillas de demolición.
Elena (56 años) es empleada doméstica y desde hace un par de años -la mañana del domingo- vende manuales escolares, mapas u otros objetos de lectura en la feria.
"Armamos paquetes con material para los chicos. La gente pregunta por los precios y se vende. Un paquete de revistas para chicos tiene un costo de $ 5. Los libros son usados, pero están en buen estado y se pueden comprar en $ 20 o más", cuenta Elena.
En el rincón de la mesa, del mostrador, casi como un anexo a su negocio, unos frascos para salsa u otros objetos equilibran la oferta.
El olor a comida, cerca del medio día, le da peso al ambiente.Un juego de cubiertas usadas, algunas bicletas, muebles, el anuncio de un masajista japonés, empanadas recién hechas.
En el otro extremo de esta galería, Fito (24) vende grifería de demolición. El cromado -algo opaco-, no deja de brillar sobre su mesa y es un llamador. "Hace 10 años que trabajo en la feria. Empecé ayudando a mi tío en el puesto. Vendemos artículos usados y es como todo, a veces hay más suerte", precisa.
Con un tono más cerrado y una voz profunda, María (30) vende sus pimientos a $ 25. "Muchos vienen solo los domingos, yo también estoy los sábados vendiendo verdura", dice. Un lugar más chico, algo alejado del paso de la gente, es el que ocupa con su cajones de plásticos. María espera por clientes mientras sus chicos juegan cerca. Algunas coles, uva roja y pimientos completan su escaparate.
Las ventas se concretan al contado, entre los feriantes habita el temor de ser engañados con cosas robadas. "Y yo después ¿a quién se lo vendo?", se pregunta José Luis (60). Él es jubilado y comparte este negocio familiar con su mujer y sus hijos adolescentes, entre semana busca reponer mercadería y los objetos que luego pondrá a la venta. Su stand busca llamar la atención del cliente y expone un surtido dispar, desde libros a jeans.
Una pila de pan casero sobre un mantel de flores es la oferta de Isabel (50). Su mano amasó las piezas que expone, del otro lado de la calle, detrás de un cartel dibujado con tiza. "Aquí no nos dejan trabajar", sostiene. La amenaza de controles municipales (salubridad) hace que esté en alerta por miedo a que decomisen su mercancía.
El humo de alguna parrilla chirriante, los anuncios de sopa de maní o de jugos naturales terminan de configurar aquel patio gastronómico para visitantes. A punto de levantar su campamento, Alejandro (40) deja correr el reloj esperando una chance más de venta. Bajo un gazebo, una fila de maniquíes exhibe la ropa deportiva que ofrece.
"Hace seis meses que empecé a venir a la feria, hay días en los que no se vende nada. Hago de todo un poco y los domingos esto aquí desde muy temprano", confiesa Alejandro.
En los pasillos de la feria también habitan sus personajes, aquellos a los que la imaginación le otorga roles. El hombre de campera de cuero, el policía de civil, en curioso, el oportunista. Estos mercados a cielo abierto reciben la visita de hasta 6.000 personas diarias.