La muerte como deber y símbolo en Roma
En la antigua Roma, la muerte no era solo el fin de una vida: era el inicio de un elaborado ritual cargado de simbolismo, poder y solemnidad. Para los romanos, asegurar un correcto paso al más allá era un deber familiar ineludible y, al mismo tiempo, una oportunidad para exhibir el prestigio social de la casa.
Según el historiador Miguel Requena Jiménez, para los romanos “en el momento de la muerte, el alma, identificada con un elemento etéreo, un aliento vital, abandona el cuerpo e inicia su viaje al más allá. Un viaje que –como los realizados en vida– supone enormes peligros para los que hay que estar preparado y protegido”. Precisamente por eso era fundamental una “muerte buena”, rodeado de familiares y amigos que cumplirían con los ritos necesarios para elevar el alma.
El último adiós en el hogar
Todo comenzaba en el espacio más íntimo: el hogar familiar. Allí se celebraba el supremum vale, el último adiós. El moribundo reunía a sus seres queridos, ofrecía consejos al heredero y, en una ceremonia de profundo significado, entregaba su último aliento a un familiar cercano, quien sellaba la partida cerrándole los ojos. Desde ese momento, la casa quedaba marcada como un lugar contaminado por la muerte: se colgaban ramas de ciprés en las puertas para advertir a la comunidad y proteger a los vivos de la impureza.
Continúa el citado historiador: “Se iniciaba así (…) un periodo de exposición pública y despedida cuya duración y características dependía de la riqueza del fallecido y de su familia (…) Aspectos como la suntuosidad del catafalco donde era expuesto el cadáver –algunos incluso decorados con oro y marfil–, la calidad de los tapices con los que era cubierto, la cantidad y calidad de aromas utilizados, las velas encendidas, las coronas ofrecidas, el número de plañideras, etc., etc., mostraban a la comunidad el poder y la riqueza de la familia a la que pertenecía el finado”.
La procesión funeraria: una muestra de poder
Una vez finalizada la exposición, el cuerpo debía abandonar su hogar definitivo para dirigirse a su nueva residencia eterna: el sepulcro. Este tránsito, conocido como translatio, no era un simple traslado. Se organizaba una auténtica procesión funeraria, la pompa funebris, donde la familia, los amigos y una multitud de símbolos acompañaban al difunto a través del espacio público. Este cortejo era también una exhibición de poder, donde cada detalle hablaba del rango del fallecido.
Las grandes familias aristocráticas contaban con un recurso aún más impactante: las imagines maiorum. Estos retratos de los ancestros, cuidadosamente conservados en el atrio de las casas, eran portados por actores que recreaban la apariencia y vestimenta de los antepasados más ilustres. Así, los muertos de generaciones pasadas marchaban simbólicamente junto al nuevo difunto, reforzando la memoria y el linaje de la familia ante toda la comunidad.
El alma en el último viaje
Se creía que también el alma del difunto sobrevolaba la procesión. El poeta Estacio, al describir el funeral del joven Glaucias, contaba haber visto "su alma llorosa sobrevolando su propio funeral", una imagen profundamente conmovedora que revela el modo en que los romanos concebían el tránsito hacia el más allá.
El destino final del cuerpo era la incineración o la inhumación, dependiendo de la época y la condición social. Aunque la inhumación fue la práctica primitiva en Roma, desde el siglo V a.C. la incineración ganó prestigio, considerada más costosa y espectacular. Solo algunas familias tradicionales conservaron la costumbre de enterrar a sus muertos sin quemarlos.
Así, entre el humo de los perfumes, las antorchas encendidas y el llanto de los deudos, los romanos despedían a sus muertos en ceremonias donde la vida, la memoria y la muerte se entrelazaban de un modo tan solemne como humano. Un viaje final, sí, pero también una afirmación del orden social, de la identidad familiar y de una cultura que sabía que, hasta en la muerte, cada detalle importaba.