El mundo fue sacudido por una nueva guerra, que dista de ser sólo un conflicto entre naciones limítrofes. Sus implicancias van desde la geopolítica y la ciberseguridad global hasta la seguridad energética, alimentaria, financiera; flujo de desplazados y valores de la humanidad que pensábamos definitivamente adoptados por todo el mundo.Pero no es un conflicto convencional. Es una guerra de los siglos XIX/XX en un siglo XXI, caracterizado por la complejidad, la incertidumbre, aunque también y -quizá lo menos reconocido- la fragilidad.
Prueba de ello es la guerra larga global contra el covid19; todo el mundo fue atacado por un virus de apenas 40/200 nanos, (un nano equivale a la diez millonésima parte de un centímetro) que ha causado entre 6 y 10 millones de muertes, porque nuestras estadísticas tienen un margen de error cercano al 50%.
El delirio de Fukuyama sobre el fin de la historia, tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, no tuvo en cuenta que ganar una guerra -la “guerra fría”-, es algo muy distinto que ganar la paz. Pruebas de ello: Irak, Afganistán, para rusos y estadounidenses.
He compartido la afirmación de que las ideologías de la sociedad industrial: democracia-capitalismo y socialismo-comunismo se agotaron, pero son definitivamente obsoletas a partir de la convergencia de la digitalización con los sistemas productivos en prácticamente todos los ámbitos de la vida humana. La globalización pre-covid, predominantemente económica, dejó más perdedores que ganadores; la post-covid puede ahondar más las brechas si la producción no tiene en cuenta la distribución.
La guerra en curso es fundamentalmente una cuestión de mentalidades y perspectivas; parece menor referirse a esto en vez de analizar armamentos, estrategias, inteligencia de combate y capacidad operativa, pero lo cierto es que las decisiones se gestan principalmente en los datos, la inteligencia (o análisis de información), la previsión de situación y la proyección del planeamiento de los líderes político-militares, en este caso más políticos que militares; cuando es reemplazado por preconceptos, ideas, supuestos obsoletos es garantía de una déficit de comprensión de los contextos que envuelven la decisión y sus consecuencias.
Los fundamentos de una mentalidad contribuyen a construir una imagen de la realidad, que puede diferir mucho de lo que ésta efectivamente es.
La información que incorporamos está sesgada, porque resulta de supuestos sobre los objetos y comportamientos. Estos últimos, responden a una plataforma perceptual que los propone y asimismo generan un proceso de realimentación que fortalece el esquema perceptual. No hay espacio para el conocimiento crítico. Los objetos y comportamiento en tiempos de cambios acelerados como los que vivimos pueden diferir mucho con lo que supone una mentalidad anclada en el pasado.
La mentalidad de Putin responde a aquella construida durante los 70, durante su formación costeada por la KGB y a conceptos e ideas propuestos por la URSS para imponer un “control reflexivo” sobre su población creando narrativas y campañas de desinformación que hicieran que el comportamiento de ella, pareciera voluntario y no predeterminado por los intereses soviéticos.
Bajo estos patrones Rusia empeñó inicialmente unos 160.000 soldados, en 60 grupos de batallones tácticos, entre ellos dos nuevos batallones militares de “armas combinadas” cercanas a la frontera con Ucrania, creados tras la anexión de Crimea en 2014. Integrados por: blindados, ¿infantería?, artillería, misiles y ¿aviación?
Expertos británicos destacan que al no empeñar sus tanques a campo traviesa, dejando los caminos, y el no haber controlado el cielo ucraniano pese a contar con una gran fuerza aérea, así cómo no haber podido establecer un puente aéreo eficaz para reabastecimiento de sus tropas de vanguardia con elementos básicos: alimentos y combustible, son las razones que llevan a la prolongación de la invasión, sumando bombardeos de saturación con misiles, bombas termobáricas y misiles supersónicos, como elevar el alistamiento de sus fuerzas estratégicas de disuasión nuclear, aún cuando no disponga la libertad de acción para su empleo, por la potencial respuesta de EE.UU y el rechazo chino, frente al riesgo de que la guerra trascienda las fronteras de Ucrania.
En las guerras del siglo XXI, el componente cibernético tiene gran importancia, aunque su empleo eficaz en el conflicto por ahora no se ha manifestado, Ucrania sostiene su infraestructura básica, comunicaciones, alimentos, salud y la vital internet, aún con restricciones.
Retornando a la fuerza de los conceptos revisemos la misma idea sobre la guerra: la aceptación de su legitimidad para definir conflictos en el siglo XX, se acompañó con el reconocimiento de derechos de los combatientes, que al momento actual se han ampliado considerablemente.
Esa guerra “moderna” tuvo como actores centrales los Estados-Nación, sus sociedades y las relaciones internacionales. Pero siempre vinculada con imperativos asociados con el poderío y el desarrollo de un país.
También responde a ese siglo la idea de “guerra total”, donde las naciones movilizan a más de sus fuerzas armadas, todos los recursos humanos, industriales, agrícolas, científicos y tecnológicos en el conflicto; algo similar a la respuesta ucraniana a la invasión.
La globalización del siglo XXI que nace con la epidemia es algo totalmente distinto a la que conocimos: la aceleración del futuro, la tremenda porosidad de las fronteras -incluida la que parecía inmutable con la naturaleza - y sobre todo la pérdida de protagonismo del Estado-Nación y el surgimiento de otros actores globales, como Elon Musk y su tren de satélites que facilita las comunicaciones ucranianas, los “empresarios” rusos o las finanzas internacionales.
La concepción del interés nacional reconoce hoy más límites que los que el poder tradicional (fuerza, riqueza, población) podía sostener. El balance del poder actual tiene un componente central: el conocimiento, y en particular el científico y tecnológico.
Ahora bien, la personalidad de Putin invierte el concepto de Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, subordinando el análisis estratégico a su mentalidad y perspectiva, más propias del espionaje de un comando militar, y pareciera que en la toma de decisiones no consulta con sus altos mandos.
Hoy el cálculo político impone considerar variables culturales o antropológicas, como los diversos contextos que configuran la globalización. Si la apelación a la guerra contribuye a homogenizar social y emocionalmente al oponente, el uso de la violencia puede resultar contraproducente, generando una rechazo del gran parte del mundo.
Cuando uno de los principales actores en conflictos internacionales, EE.UU., decide revisar concepciones acendradas sobre el ejercicio del liderazgo presidencial, Trump y Biden, acuerda uno, y ejecuta el otro, el retiro de sus fuerzas militares de Afganistán. Una decisión acorde a los nuevos tiempos, necesaria, pero pésimamente ejecutada. El descalabro siguiente fue interpretado como debilidad de su principal rival por Putin y contribuyó a decidir la invasión.
Sin tener en consideración como resultó el acuerdo ruso-alemán de la IIGM, Putin confío en la alianza estratégica con China, precedida por continuas reuniones de las agencias responsables del desarrollo científico y tecnológico chino-rusas. Ignorando que China basa su política exterior en lograr el crecimiento económico y no en metas geopolíticas; pretende el liderazgo mundial en 2049, pero no de un mundo en ruinas, lo que resultaría de su involucramiento directo en la guerra.
Tampoco Putin apreció adecuadamente las reservas históricas que China mantiene respecto a Rusia: recientemente China reivindicó Vladivostok, en el extremo oriental de Rusia, ciudad que celebró en julio de 2021 su 160 aniversario.
Tras la publicación de un video de la celebración por la Embajada Rusa en Beijing, se pudo observar a diplomáticos, periodistas y redes sociales reclamando que la ciudad pertenecía a la dinastía Qing de China, pero que fue cedida en un tratado desigual después de la Segunda Guerra del Opio.
Hasta el momento, Rusia no ha reaccionado al reclamo de China. Esto confirma lo que un alto funcionario de la Inteligencia China diera hace algunos años, a una pregunta concreta mía sobre esta relación: “Tenemos una frontera de 5.000 Km”, lo que los obliga a ser cautelosos. Sin alcanzar el nivel de Taiwan, el apetito de territorio de China podría revivir viejas disputas fronterizas entre ambas potencias.
Respecto al conflicto, China tiene plena conciencia que su poder nuclear dista mucho del ruso y del estadounidense, por lo que debe centrarse en la ciencia, la tecnología y el comercio en el espacio vacío de la globalización, por lo que en un medio donde reina una gran incertidumbre estratégica puede entender a EE.UU como una potencia en declive, y a Rusia como un socio estratégico de conveniencia, pero no es claro cómo termina esta guerra absurda y lo que vendrá después.
Por su parte EE.UU. ha entendido que en la globalización es imposible imponer ambiciones geopolíticas contra otras potencias sin pagar un inmenso costo económico, por lo que no es estéril el conjunto de medidas adoptadas contra la economía rusa, que está lejos de ser la de una gran potencia.
No he considerado los mucho y diversos impactos sobre la economía y la política mundial, pero sin duda la prolongación de la guerra nos conduce a un mundo más inestable, con mayor desigualdad y amenazas ambientales.
Hoy ningún Estado puede garantizar la seguridad integral de sus ciudadanos, ni dar respuestas cabales a los riesgos futuros, que comienza a avizorar.
Es una catástrofe real y debemos aprender de ella, construyendo soluciones globales y generando una hoja de ruta que nos conduzca a ellas.