Axel Kicillof le asestó un nuevo golpe de legitimidad a la emergencia sanitaria: encontró 3500 personas muertas por coronavirus en su provincia, que hasta ahora no figuraban en los registros oficiales. Le sumó a la política de salud pública un problema de credibilidad estadística.
Argentina está obligada desde ahora a improvisar un recuento propio del impacto pandémico. Algo así como el rastreador de letalidad que propuso la revista The Economist: utilizar la brecha entre el número total de personas que han muerto por cualquier causa y el promedio histórico de la época del año, para estimar cuántas muertes por coronavirus no están registradas en las estadísticas oficiales.
Conocer cómo evoluciona la mortalidad del virus es el dato central para responder la pregunta que se hace todo el mundo: ¿cuándo terminará la pandemia? Y la clave para cualquier prospección de orden político.
McKinsey & Company, una de las consultoras en administración estratégica más influyentes a nivel global, recordó en un informe reciente que esa pregunta implica dos respuestas diferentes: una es el punto final epidemiológico. Otra es el regreso a la normalidad.
El fin de la epidemia ocurrirá cuando se alcance la inmunidad colectiva. Es lo que se espera de las vacunas en investigación. Cuando se alcance este punto, las intervenciones de emergencia ya no serán necesarias.
El informe McKinsey estima que Estados Unidos puede lograr ese objetivo en el tercer o cuarto trimestre de 2021.
El informe también trae una advertencia: en el peor de los casos, Estados Unidos todavía podría estar luchando contra el coronavirus en 2023 -y más allá- si una combinación de factores, como una baja eficacia de las vacunas y una corta duración de la inmunidad natural se alinean en contra.
La transición a la normalidad puede ocurrir antes que el final epidemiológico. Será cuando la vida social pueda reanudarse sin temor a una mortalidad superior al promedio histórico. Incluso sin inmunidad colectiva.
Allí se vuelve clave la acción de los gobiernos. Sus políticas serán las que devuelvan la confianza social. En Argentina, ese proceso está al mando de Ginés González García.
Con esa previsión incierta, los principales actores políticos están provocando en Argentina una grave crisis en las relaciones entre los tres poderes del Estado.
La Corte Suprema de Justicia deberá pronunciarse en dos días sobre el caso de los jueces desplazados por investigar a Cristina Fernández.
Alberto Fernández se lanzó al hostigamiento porque ese tema está en agenda. Amonestó a la Corte por sus políticas de género. La jueza Elena Highton le recordó que las normas que él reclama aplicar se hicieron tomando como ejemplo las acciones ya ejecutadas en tribunales.
Las críticas al juez Carlos Ronsenkrantz merecen en cambio una deconstrucción compasiva. Pueden atribuirse a un detalle profesional: a diferencia de Fernández, el presidente de la Corte fue profesor de derecho.
El tironeo a la Corte también proviene del espacio opositor, que reclama un freno emblemático al avance del oficialismo sobre el Poder Judicial. En tiempos de Cristina presidenta, la Corte tuvo que elegir el momento y la causa para trazar ese límite. No lo hizo con la ley de control de medios y sí con la denominada “democratización de la justicia”.
¿Cuál será esta vez la marca del límite? Tras el expediente de los jueces desplazados llegará el reclamo de Horacio Rodríguez Larreta por la coparticipación. Y la Corte tampoco descarta que le llueva a fallo una nueva reforma judicial.
La disputa tiene otro costado en el Poder Legislativo. Cuando comenzó la emergencia sanitaria, Cristina se tiró el lance de conseguir un cheque de constitucionalidad en blanco para todo lo que sancionara el Senado durante la cuarentena. No lo obtuvo. Ahora devuelve las gentilezas. La oposición en las dos cámaras del Congreso se ha visto obligada a judicializar su demanda por el fin de las sesiones remotas.
El dilema es de extrema gravedad para los opositores. Durante la tregua inicial del coronavirus le reconocieron al Presidente la comandancia de la crisis y abandonaron sin queja la presencialidad en el Congreso. Ahora recurren a los tribunales para recuperar las bancas.
¿Llegará también ese planteo a la Corte? ¿Y qué debería responder? ¿Algo parecido al rechazo que ya consiguió Cristina?
El poder acumulado por la familia Kirchner en el Parlamento es ya de tal densidad política que ni durante el escándalo del diputado salteño Juan Ameri, el jefe del bloque al que pertenece, Máximo Kirchner, se sintió obligado a responder ante la opinión pública.
Lo que transforma estos conflictos en una crisis institucional más que incipiente nace en el Ejecutivo. Toda la agresividad que demuestra el oficialismo con el Congreso y la Justicia surge de su propia fragilidad.
Cristina ha inducido un vaciamiento de la institución presidencial sin hacerse cargo de sus efectos. La vice toma las decisiones, el Presidente asume la vocería. Pero no hay licuación inocua de la presidencia, que es una institución indivisible.
La traslación definitiva del poder a Uruguay y Juncal impacta, por ejemplo, en el desconcierto del equipo económico.
Tras una semana de cuarentena cambiaria, sólo una señal del Fondo Monetario aquietó algo las aguas. El del FMI fue un anuncio modesto: Argentina tendrá la oportunidad de que la escuchen. Incluso si opta por la presentación liminar del “Plan Sarasa”.