Cristina en Disney: el riesgo de la impotencia

¿Cómo puede repudiarse el terrorista de Estado en Argentina y avalarlo al mismo tiempo en Venezuela?

Cristina en Disney: el riesgo de la impotencia
Cristina resolvió que el recuerdo de las atrocidades de la última dictadura coincida con el respaldo argentino a la dictadura de Nicolás Maduro, mediante el abandono del Grupo de Lima.

Cristina Kirchner eligió el 24 de marzo, la evocación del golpe que consolidó el camino al terrorismo de Estado en Argentina, para trazar dos líneas nítidas de política, exterior e interna.

Resolvió que el recuerdo de las atrocidades de la última dictadura coincida con el respaldo argentino a la dictadura de Nicolás Maduro, mediante el abandono del Grupo de Lima. El mismo que se hizo eco de las denuncias de las Naciones Unidas por la comisión de delitos de lesa humanidad en Venezuela.

Y decidió que convivan en su discurso una acusación gravísima a la oposición argentina (por lo que Cristina considera una complicidad probada e impune con el terrorismo de Estado) y una convocatoria a un acuerdo, con esa misma oposición, ante el escenario inminente de un colapso económico que convierta al país en una agitación ingobernable.

¿Qué indican esas contradicciones que la jefa política del oficialismo inauguró en su último discurso, teñido además de matices morales tan graves que no pueden sino ensanchar fisuras irreductibles?

¿Cómo puede repudiarse el terrorismo de Estado en Argentina y avalarlo al mismo tiempo en Venezuela?

¿Se puede pactar sobre economía bimonetaria con el enemigo al que se acusa al mismo tiempo de ser el beneficiario crematístico de la última dictadura? Estela de Carlotto ajustó la idea de manera sumaria: esos opositores deberían estar presos. Y sin mayores miramientos con el derecho al debido proceso.

Hay en el vacío que resulta de esas contradicciones un indicador sustantivo de algo oscuro que está pasando en el núcleo íntimo del poder. Hanna Arendt, una pensadora que indagó con perspicacia única en los procesos de deriva política hacia el autoritarismo, señalaba que el poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado. Donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales.

Hay allí una lectura profunda de la dinámica del poder: las contradicciones ostensibles no son demostraciones de ejercicio, sino de disminución de poder. Decir una cosa y hacer otra resuena con la estridencia de un grito. A mayor resonancia, mayor impotencia.

Lo más nítido y real que se concluye de todo lo que dijo y mandó hacer Cristina el pasado 24 de marzo es que teme que el país se convierta en un torbellino ingobernable. Hay dos derivadas de esa idea. También las expuso.

La primera es su mirada sobre el futuro de la pandemia. Impredecible en general, pero más en los países que gestionaron con mayores obstáculos la adquisición de vacunas. Cristina sinceró que la estrategia sanitaria fue suya. Y que no se guió por criterios epidemiológicos sino más bien geopolíticos. Argentina eligió prescindir de vacunas como las de Pfizer o Moderna por una convicción ideológica: su peculiar modo de entender el multilateralismo.

La vicepresidenta desgranó un párrafo ilustrativo: a su familia siempre le gustó vacacionar en Disney, pero nunca mezcló esa predilección con los intereses nacionales. Una definición que el teórico opuesto a Arendt, el alemán Carl Schmitt, explicaría con fruición: el enemigo político no es el adversario privado (inimicus), al que se rechaza por antipatías personales; sino el enemigo público (hostis) al que se busca eliminar por intereses colectivos.

Esa misma filiación geopolítica le sesga a Cristina la lectura de su segunda gran preocupación: la economía. Para la vice, la idea central para enfrentar la brutal caída de 9,9 puntos del producto y 11 de desempleo el año pasado es que toda la solución surgirá de un desahogo del sector externo. Reclamó al FMI y a Estados Unidos una reprogramación de vencimientos por fuera de los estatutos del Fondo. Gerry Rice, vocero del FMI, lo descartó. Señal política desfavorable para Alberto Fernández: el FMI le respondió a quien manda.

El oficialismo intenta traducir ese reclamo como una estrategia de negociación sofisticada: mientras el ministro Martín Guzmán negocia, la Vice aprieta. ¿Janet Yellen, la secretaria del Tesoro norteamericano, se habrá anoticiado de esa mesa de arena? Por lo pronto, no recibió a Guzmán.

En los niveles técnicos del Fondo escucharon al ministro y le validaron su teoría -más bien obvia- de la multicausalidad del proceso inflacionario. Pero el plan de estabilización no aparece. Por ahora, la única vía de reducción del déficit fiscal y política monetaria que ofrece Guzmán como supuesta garantía de repago de la deuda siguen siendo el impuesto inflacionario y el dólar subvaluado artificialmente. Sostenido con nueva deuda nominada en pesos, pero ajustada a la economía global mediante tasas con 16 puntos de recargo por el riesgo país. A sólo meses del canje con los bonistas.

Si ese acuerdo -que fue presentado como el tabernáculo de una nueva credibilidad externa- agoniza con valores de default, ¿qué diferencia aportaría un acuerdo a 10 años con el FMI, si el país insiste en eludir las reformas fiscales que Cristina considera inaceptables?

Desde la serena sombra de los vacunados, el asesor Horacio Verbitsky le insiste con una receta simple. La elección de octubre se define por tres factores: el control de la pandemia, la marcha de la economía, la unidad del peronismo.

El discurso de Cristina reveló que apenas cree en el control de lo último. Esa impotencia es el principal riesgo sistémico que se cierne sobre el país.

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