Las pulsiones oscuras que gravitan sobre Jair Bolsonaro se confabularon con la negligencia, arrastrándolo por un camino de estropicios. Apologías de torturadores y encendidas defensas del crimen de Estado, junto a un sinfín de declaraciones crueles contra mujeres, indígenas y homosexuales habían evidenciado a lo largo de su carrera política la gravitación de pulsiones oscuras sobre su personalidad. Son las que explican su frialdad congelante en el escenario de la pandemia, propiciando que las muertes sucedan en la cantidad necesaria para que nada se altere en la cotidianeidad de los brasileños y, por ende, en el desempeño de la economía.
Cuando gobernadores, alcaldes y hasta funcionarios propios actuaron de manera acorde a la circunstancia, tomando medidas sanitarias y estableciendo distanciamiento social, el presidente saboteó todas esas acciones tendientes a contener el avance de la pandemia. Y no actuó de manera solapada, sino estridente.
Las denuncias se multiplicaban pero Bolsonaro siguió cometiendo los estropicios que las motivaban, como si no pudiera relacionar las acusaciones con los actos denunciados.
Meses atrás, las redes sociales suspendieron sus canales porque publicaba videos alentando aglomeraciones. Ahora volvieron a suspenderlo porque publicó un video relacionando las vacunas con la propagación del Sida. Paralelamente, el Senado aprobó un informe que lo inculpa de crímenes contra la humanidad. Y aun sabiendo que la cámara alta analizaba el trabajo de seis meses llevado a cabo por once senadores analizando todo lo actuado por el presidente en el escenario de la pandemia, Bolsonaro no tuvo mejor idea que usar las redes para difundir una teoría tan delirante como peligrosa, que relaciona vacunación con Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.
Desde hace meses se suman las acusaciones en su contra por actitudes y declaraciones irresponsables contra las medidas para contener la propagación del covid y las muertes que ocasiona. Pero sigue actuando como si no pudiera establecer una relación entre esas conductas y las acusaciones que causan.
El jefe de Estado brasileño es un cruzado del negacionismo, que declara su “guerra santa” a la ciencia en el campo del cambio climático y en el de la pandemia. Primero minimizó el peligro que representa el coronavirus, luego promocionó la hidroxicloroquina como cura de la enfermedad. Paralelamente, se mostraba sin barbijo y convocaba manifestaciones sin recaudos para evitar contagios, además de sabotear las políticas sanitarias de los gobiernos estaduales y municipales.
Semejante despliegue de insensatez ocurrió a la vista de todos. No se trata de una interpretación de los hechos, se trata de los hechos. El presidente saboteó políticas sanitarias cuando eran las únicas medidas existentes para contener la enfermedad y sus letales consecuencias. Anuló el rol del Estado federal como coordinador y articulador de medidas. Inutilizó el Ministerio de Salud en la circunstancia en que resulta la cartera imprescindible.
¿El resultado? Una de las tasas de mortalidad más altas del mundo, una montaña de pedidos de impeachment en el Congreso y una acusación de crímenes contra la humanidad que sus aliados pueden conjurar, pero llegará a la Corte Suprema, a la Fiscalía de Estado y a la Corte Penal Internacional de La Haya.
En las cumbres del poder, las pulsiones oscuras no sorprenden, pero sí sorprende la negligencia. Ver a un presidente protagonizando escenas grotescas y haciendo declaraciones obtusas, genera estupefacción. No se entiende que pueda llegar hasta la cima misma del poder institucional alguien que parece no entender las circunstancias ni calibrar la gravedad de sus actos.
En 1996-97, los ecuatorianos miraban perplejos a su presidente cantando y bailando en televisión. Abdalá Bucaram recorría programas de entretenimiento y muchos sentían vergüenza ajena viéndolo hacer de monigote. Por eso se abrió paso en el Congreso una iniciativa impulsada por el ex presidente Rodrigo Borja que derivó en la destitución de Bucaram por incapacidad mental para gobernar.
Hay dudas justificadas sobre la constitucionalidad de aquel derribo en 1997, a sólo un año de haber asumido. Pero lo que nadie duda, porque ocurría a la vista de todos, es que Abdala Bucaram estaba psicológicamente incapacitado para ejercer la presidencia de Ecuador.
También es indudable que, a esta altura, buena parte de Brasil se pregunta si el de Bolsonaro no es un caso de incapacidad mental, o psicológica, para gobernar. Es normal que un presidente en funciones reciba acusaciones, pero es el único caso en el mundo de estos días de presidente acusado de “crímenes contra la humanidad” sin estar en guerra.
Si se suman las suspensiones en las redes por propalar mensajes de consecuencias potencialmente trágicas, con los pedidos de impeachment que se acumulan en el Congreso, el resultado es una inmensa duda sobre la aptitud psicológica de Bolsonaro para ejercer la presidencia.
*El autor es politólogo y periodista.