Doña Agustina López fue una mujer fuerte y muy capaz que supo llevar firmemente las riendas de su hogar. Todos sus hijos, incluidos Juan Manuel de Rosas, le obedecían sin objeción. Su nieto, Lucio V. Mansilla, contó que Agustina consideraba a su marido un plebeyo y en las discusiones solía expresarlo: "¿Y tú quién eres? Un aventurero ennoblecido (…) mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y mirá, Rozas, si me apuras mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima…". De todos modos, aparentemente, los padres del Restaurador se amaron con devoción.
De esta madre decidida Rosas obtuvo marcados patrones de conducta y no es de extrañar que buscase como pareja a una mujer de carácter: Encarnación Ezcurra. Se conocieron en 1813, casándose de inmediato. El rostro de Encarnación presentaba un fuerte aspecto viril, por lo que fue presa de burlas superficiales por parte de algunos enemigos del rosismo. Aunque eso no le importó en lo más mínimo a su marido, ambos se complementaban fuertemente y ella fue una gran compañera a la hora de construir poder.
Tras un breve primer gobierno a cargo de Buenos Aires, Don Juan Manuel se alejó para combatir a los aborígenes. Esto lo mantuvo fuera del escenario político durante todo 1833. Pero Ezcurra cuidó su lugar. Hizo gala de una aguerrida fidelidad dando directivas violentas a los “militantes” de su marido, mientras le escribía a éste regodeándose: “No se hubiera ido Olazábal, Don Félix, si no hubiera yo buscado gente de mi confianza que le han baleado las ventanas de su casa, lo mismo que las del godo Iriarte y el facineroso Ugarteche, esa noche patrulló Viamonte y yo me reía del susto que se habrían llevado”.
Durante doce meses el destino de Buenos Aires estuvo realmente en sus pequeñas y femeninas manos. Generó inestabilidad política e hizo renunciar a dos gobernadores, hasta que finalmente su esposo volvió a ocupar aquel puesto.
El 20 de octubre de 1838 la fiel compañera murió. Rosas se encerró un rato con su cadáver, echando llave a la puerta y atracando el postigo. Lloró amargamente a su lado. Los funerales fueron fastuosos, como no se habían visto nunca y todo el pueblo fue obligado llevar luto durante dos años.
Maliciosamente José María Ramos Mejía, quien dedicó muchos estudios a la vida del Restaurador, se pregunta si esta muerte no le trajo cierto alivio ya que la mujer "parecía demasiado metida para ser cómoda".
Desde lo político el lugar de Encarnación fue ocupado por Manuelita, hija de ambos. La joven llegó a tener tanta relevancia social que imponía la moda entre las damas bonaerenses. En 1840, el viajero danés Pontoppidan la describió afablemente: "Manuelita presenta un aspecto interesante sin ser regularmente hermosa. Espiritualidad y alma se reflejan en todo su exterior, pero sus modales son exaltados, sus ojos echan llamas, y en todos sus rasgos y movimientos se puede leer cuál es su situación singular en la vida. Los oficiales se sienten cómodos en compañía de doña Manuelita y admiran a esta mujer graciosa y guapa que monta los caballos más indómitos, fuma un cigarrito si el caso se ofrece, toca el piano y canta, y no mal, y entretiene una conversación corriente en español bueno y francés malo mezclados"
En cuanto a lo sentimental, el Restaurador tomó como concubina a Eugenia Castro. Muchacha cuyo padre, comandante de Juan Gregorio Castro, había testado dejándola a su cuidado. Con ella tuvo varios hijos, sin reconocer a ninguno. Años más tarde los mismos realizaron un pedido para adquirir el apellido y la herencia correspondiente, pero no obtuvieron una respuesta positiva de la justicia.
Luego de Caseros, en 1852, Rosas se exilió en Inglaterra. Eugenia no quiso acompañarlo pero Manuelita si. Sin embargo, al llegar -con treinta y cinco años-, desobedeció a su padre por primera vez, casándose con su novio de toda la vida: Máximo Terrero. Rosas lo tomó sumamente mal y durante mucho tiempo se lamentó. Los años y dos nietos calmaron aquella amargura.
Rosas murió en brazos de su hija. Seguramente la mujer a quién más amó.