En el pasado junio, hubo un recital especial en Buenos Aires. Allí actuaron muchos de los más escuchados de hoy: Lali Espósito, Chano, Soledad, Miranda!, Manuel Moretti (Estelares), Ángela Torres, Eruca Sativa y muchos más. ¿Qué los unió, sin importar barreras estilísticas, simpatías musicales y hasta generaciones? Los unió lo único que podía unirlos, y es esa herencia pop argentina que todos comparten con más o menos dosis en sus estilos, y que brilla "perfecta, hermosa, veloz, luminosa" y sola como una estrella potente en nuestra historia musical: Federico Moura. La ocasión era que este año (el próximo 21 de diciembre, concretamente), se cumplen los 30 años del fallecimiento del líder de Virus.
Cuando se habla de la banda que lideró Moura (una banda que nació con él y que murió con él, aunque todavía perviva su esqueleto tocando), se suele coincidir en algo: ellos estaban muy avanzados a su época.
Quizás lo demuestre el hecho de que el pop actual argentino ha buscado reiteradas veces levantar vuelo, aunque tarde en nuestra historia, cuyo ADN parece ser rockero.
Miranda! lo logró, y puede decirse que demostró que podía haber pop (electropop, en su caso) argentino, Tan Biónica duró lo que un golpe de platillos, Lali Espósito inició un camino prometedor, aunque está lejos de alcanzar la madurez y el sonido pulcro, como así la mística del grupo que formaba Moura con sus hermanos. Vistos en perspectiva, Virus parecen, sí, salidos de otra época. O al menos de otra geografía.
En un momento donde nuestro país quería salir del pantano de sangre de la dictadura, con rock contundente y fuerte, ellos hicieron música bailable y cantaron cosas en apariencia inofensivas. No tiraban piedras muy pesadas, y por eso fueron acusados de hedonistas. Los de aquella época no tuvieron en cuenta, en todo caso, que el hermano mayor de Moura fue desaparecido por la Dictadura y que la evasión, históricamente, es una de las respuestas más sinceras a los traumas sociales.
En todo caso, después se entendió que ellos fueron hedonistas, pero no unos distraídos. Por el contrario, inoculaban mensajes sutiles (y no tanto) que incomodaban desde otros flancos, como la sexualidad. La gente los coreaba y los bailaba, pero no los entendía.
Muchos volvieron a la canción "Luna de miel en la mano" un himnito romanticón para la pista de baile, sin prestar atención a esa letra, que no era para nada misteriosa, aunque tampoco explícita. Era un himno a la masturbación.
Cuando la discográfica le dijo a Moura que tapara un poco su "homosexualidad" para no decepcionar a sus fanáticas, les contestó de la mejor manera que podía: con una canción. "Sin disfraz", donde defendió su sexualidad con frases subliminales al estilo de "En taxi voy Hotel Savoy y bailamos", es una joyita de ese Moura performático y felino, que supo, como David Bowie, brindar su arte con "Sound and Vision": con música y con estética.
"Superficies de placer" (1987), el último disco de Virus con Moura, es el legado más perfecto y más sincero. Mucho dio que hablar la tapa, ese trasero simpático y masculino diseñado por Daniel Melgarejo. El nombre, tan directo que aturdía, parecía un manifiesto foucaultiano.
De allí vienen algunas de las canciones más "sui generis" del grupo, y cabe pensar que nacieron de la introspección que inició Moura después de haber sido diagnosticado con HIV, en un mundo donde los bares limpiaban con lavandina los asientos donde se sentaban los infectados de Sida. Su caso fue especial, y gusta pensar que el mundo no fue tan feroz con él gracias a su popularidad.
En ese disco crea un monumento funky ("Mirada Speed"), se permite visiones narcóticas, bailar con ritmos tropicales y salirse del estilo con canciones como "Amores Perpetuos", que parecen detener el tiempo (o avecinarse a la eternidad, que es el tiempo detenido).
Y también se despide de los suyos. En "Encuentro en el Río" dice: "De todo nos salvará este amor, hasta del mal que haya en el placer. Prolongaré mi sonido azul, por los parlantes te iré a buscar".
"Superficies de placer" se grabó en Brasil, en sesiones tortuosas pero expeditivas, que necesitaron pocas repeticiones. A la par de estas sesiones, el cuerpo de Moura se debilitaba rápidamente con los días, alternando un tratamiento experimental y uno homeopático. Hoy, para quien lo escucha, su voz suena extrañamente intacta. Sacó energías de su pura convicción artística. Él lo decía: cantar le hacía bien.
Los últimos meses de Federico Moura se conocen. Murió con 36 años en su departamento de San Telmo, un antiguo piso francés que había remodelado y decoraba con mucho empeño y amor. Lo acompañaban en todo momento sus amigos.
Su historia es triste y se parece a la de otros grandes, como Freddie Mercury y Miguel Abuelo. No es un consuelo saber que hoy en día, con el avance de la medicina, la historia de Federico (el flaquito, el filoso) habría sido otra. Pero no: murió en brazos de su mamá. En su pequeño cuerpo, tenía más años que kilos.