Uno de los capítulos más tristes de nuestra historia refiere a la esclavitud. Recién a partir de la Constitución, sancionada en 1853, dejamos de ser una de las tantas naciones esclavistas del mundo. En su artículo 15 leemos "En la Confederación Argentina no hay esclavos: los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución; y una ley especial reglará las indemnizaciones a que dé lugar esta declaración". Para llegar a esto hubo diferentes acciones legales que mitigaron las condiciones de vida de aquellas personas consideradas objetos.
Entre crónicas destacan las memorias de Mariquita Sánchez, quien refiere: "(…) hubo la más divina ocurrencia en una casa donde murieron un niño y un negrito. Vistieron al niño de San Miguel y al negrito como el diablo. La madre lloró, suplicó, pero como era esclava tuvo que callar. Pero alguna buena alma fue a dar parte del hecho y vino una orden de la autoridad para sacar al pobre negrito y enterrarlo como cristiano". Más allá de lo desgarrador que resulta este hecho, profundizado por una impotencia lacerante, algunos autores refieren que, en general, el trato dado a los esclavos en nuestro país (principalmente en Buenos Aires) no fue tan inhumano como en otras latitudes.
Cuando los esclavos o sus amos no estaban contentos con el vínculo, se realizaba un papel de venta con el que los mismos hombres en condición de dependencia buscaban un nuevo dueño. No todos corrían esa suerte, claro. Algunos eran regalados. Por ejemplo, junto a la flamante esposa de San Martín llegó a Mendoza Jesusa, una hermosa esclava que don Escalada -padre de Remedios- había obsequiado a la pareja. La mujer tuvo un hijo sospechosamente parecido a San Martín y sorpresivamente en 1820 el Libertador dio órdenes de venderla.
En otras oportunidades, los amos les otorgaban la libertad, se la vendían al esclavo mismo o el Estado los compraba para que fuesen parte del ejército, convirtiéndose en libertos inmediatamente. En esta línea encontramos al mendocino Lorenzo Barcala.
Según la historiadora María Estela González de Fauve, Barcala se benefició de la legislación de la Asamblea del Año XIII y quedó libre adoptando el apellido de su amo, Cristóbal Barcala y Sánchez. "En 1815 -especifica la autora-, cuando José de San Martín realizó levas para formar un Regimiento de 'Cívicos Pardos', se presentó y fue incorporado a éste como soldado raso en la guarnición que defendía su ciudad natal. Por sus méritos alcanzó, en 1820, el grado de sargento primero y, por su idoneidad en la tarea de instruir y disciplinar a las milicias mendocinas fue promovido al grado de alférez".
Con los años, el antiguo niño esclavo se convirtió en un militar de alto rango al servicio del bando unitario. Como tal, enfrentó a Quiroga en la batalla de Ciudadela. Tras vencerlos, Facundo hizo ejecutar a los jefes derrotados. Fueron en total cuarenta. Antes de proceder se le comunicó que entre los prisioneros se encontraba un coronel de raza negra, Barcala. Facundo pidió verlo y luego de observarlo con la ferocidad de un Tigre le preguntó: "¿Que hubiera usted hecho, coronel, si me hubiera tomado preso?" Barcala contestó: "Lo hubiese fusilado, general". Quiroga satisfecho con aquel acto de imprudencia le perdonó la vida. Dicen por ahí que la vida sonríe a los valientes.
Pero no todos trataban bien a sus esclavos. Doña Agustina López (madre de Juan Manuel de Rosas) fue una mujer dinámica, resuelta y por momentos cruel. Militante del autoritarismo, resultó ser una especie de deidad doméstica que se hacía cebar mates por una negra esclava, a quien solo le permitía acercarse de rodillas. Cuando los destinos de la Patria estuvieron en manos de su hijo, la Mazorca (su brazo armado) aceptaba "denuncias" de esclavos sobre la falta de fidelidad a Rosas de las familias a las que pertenecían.
Cuando la libertad fue general, los antiguos esclavos se ocuparon de diversas tareas. Relata Wilde: "había cocineros, mucamos, cocheros, peones de albañil, de barraca, etc.
De oficio se encontraban sastres, zapateros y barberos; todos los changueadores eran de este número”. Mientras que las mujeres se despeñaron, mayoritariamente, como lavanderas.
Esta nueva sociedad se reflejó también en la prensa, que pasó de publicar anuncios vendiéndolos o pedir recompensas por ellos a recompensar sus arrugas, manos gastadas y sueños rotos. Así, se daban a conocer sus muertes con respeto. Algunos llegaron a ser muy longevos. El 3 de agosto de 1880 leemos en un diario: “Se van los negros viejos. Día a día van desapareciendo, abrumados por la edad, los escasos representantes de la raza africana, que pisaron este suelo con las cadenas de la esclavitud”.