El hilo de sangre de José Arcadio, la Asunción entre sábanas de Remedios la Bella, la noche que no pararon de llover minúsculas flores amarillas... Son tan vívidas las imágenes que tenemos los lectores de “Cien años de soledad” (y el propio Gabriel García Márquez, que expresamente se negaba a una transposición audiovisual de su obra máxima), que esta decisión de Netflix de convertir en serie la novela de 1967 está a medio camino entre un mero acto temerario y un sacrilegio.
Las miradas de desconfianza se acumulan entre la comunidad de lectores, pero hay razones para pensar que el guion se hizo con total respeto, y que se devanaron los sesos (¡y los bolsillos!) para que el proyecto estuviera a la altura de las expectativas. El desafío, en cualquier caso, fue supremo: ¿cómo comprimir en 18 capítulos una historia que abarca un mundo y que dura un siglo (o siete generaciones)?
Hace pocas semanas, Netflix estrenó su versión de “Pedro Páramo”, para enseñarnos que hasta lo más “inadaptable” podía hacerse película. Y una muy digna, por cierto, porque intentó respetar la infernal narrativa de la única novela de Juan Rulfo. Pero en “Cien años de soledad” las complejidades son otras, y quizás más infranqueables: el realismo mágico como registro cotidiano, la amplitud de personajes, y sobre todo la prosa de García Márquez, que corría como un río hipnótico y es imposible de recrear.
Quizás el punto sea deshacernos de los prejuicios a la hora de empezar a ver la serie. Y, en lugar de criticar (que es lo más fácil), celebrar que en la industria audiovisual todavía haya cosas que se arriesguen.