En 2008 las reservas venezolanas trepaban a 49 mil millones de dólares. Ahora suman 9.700 millones y el año próximo caerán a menos de 2.500 millones. En 2012 las ganancias por exportaciones, esencialmente energéticas, alcanzaban los 98 mil millones de dólares, hoy no llegan a 30 mil millones.
Esos números y otros sobre la caída en picada de la producción de crudo, no requieren de detectives para concluir que Venezuela es un desastre.
Ese caos, y la confusión aparente del régimen se tornó aún más aguda en las últimas horas por el default parcial de la deuda que dispuso esta semana la calificadora Standard & Poors.
Los mercados temblaron, quizá con exageración, después de esa noticia ante lo que se planteaba como el advenimiento de una de las más complejas renegociaciones, si fuera posible, de una deuda soberana que trepa hasta los 150 mil millones de dólares.
Lo que suceda en ese país importa por las consecuencias económicas que puede proyectar en la región y las derivaciones internacionales y de geopolítica, con Rusia y China, que comienzan a tejerse en la trastienda de este drama.
Es interesante que este episodio suceda en simultáneo con la crisis en un lejano país africano, Zimbabue, y la parábola de su dictador Roberto Mugabe, que tiene la característica que de una u otra manera ha sido siempre comparado con el páramo venezolano.
Los dos países han simpatizado desde que Hugo Chávez llegó al poder en 1999. Mugabe, quien llegó al mando máximo mucho antes, en 1980, y al igual que su colega venezolano, rodeado de esperanzas por la difícil realidad que los recibía, acabó generando una endiablada crisis, con una inflación de hasta cinco o 12 dígitos (!), depende del cálculo, que devoró la moneda nacional.
Harare llegó a emitir billetes de más de 100 millones de dólares locales que equivalían a unos pocos dólares norteamericanos hasta que la moneda local sencillamente desapareció porque dejó de servir como tal.
En Venezuela, en julio pasado, en los últimos días de ese mes convulso de votación fraudulenta de una Asamblea Constituyente, un dólar en la patria chavista cotizaba a 5.000 bolívares. Unas pocas jornadas después subió a 18.000 y en las horas siguientes a 25.000. Hoy ronda los 73 mil bolívares.
La hiperinflación de cuatro dígitos de este año se duplicará en 2018 disolviendo allí también el dinero local. Como Venezuela, Zimbabwe devaluó y nacionalizó aupado en un relato revolucionario que nunca fue tal y, al igual que el sueño de Chávez, Mugabe proponía instaurar un partido único y olvidar la necesidad de una oposición, convertido en un monarca con trono y palacio.
Si se quiere profundizar en estas analogías tan didácticas, un par de detalles abundan. El chavismo perdió las elecciones legislativas de diciembre de 2015 y con ellas el control del Parlamento. Armó entonces esa Constituyente sombría para demoler el valor político de la influencia opositora e instaurar una dictadura maquillada de legalidad. Mugabe perdió las elecciones de 2008 pero ignoró el resultado y sencillamente las repitió.
Esos parecidos encuentran hoy un límite. Una interesante diferencia se insinúa para explicar en cierta medida el ocaso aparentemente definitivo de Mugabe y la sobrevivencia de Maduro y su nomenclatura.
La riqueza de Zimbabue no es el petróleo sino los diamantes. Es el octavo productor mundial. Debido a las sanciones que le aplicó Occidente por los excesos del régimen, la dictadura se volcó al amparo de una fluida alianza con China que invirtió e influyó políticamente detrás de ese negocio multimillonario.
Mugabe fue sacado hace días del poder en lo que parece en toda la línea un golpe aunque los militares le niegan ese nombre. No debería ser visto como una casualidad que el líder de la asonada, el general Chiwenga, junto a varios de sus laderos, haya aparecido en Pekín apenas una semana antes de este golpe nada inesperado a esos niveles. “Shine on you, crazy diamond (Sigue brillando, diamante loco)” cantaría Roger Waters.
Venezuela, en cambio, construye sus flotadores con una renovada alianza con China y, en igual medida, con Rusia. Este punto es doblemente interesante si se observa la forma extravagante con que Caracas está llamando a la revisión de su deuda.
Designó como responsable de la operación al vicepresidente Tareck El Aissami, a quien Washington caracterizó como narcotraficante, lo que impide que se pueda negociar con él.
Al mismo tiempo, el Tesoro de EEUU viene de imponer una prohibición a las entidades financieras para negociar nueva deuda con Venezuela. Esa sanción es un callejón. Si el gobierno quiere reestructurar sus bonos defaulteados no hay otra forma para hacerlo que cambiarlos por nuevos.
El jerarca venezolano puede, claro, cancelar los pagos y dejar que la bomba estalle, pero eso implicaría que todos lo bienes en el exterior de Venezuela, su flota de buques, las 18.000 estaciones de servicios y dos refinerías en EEUU, acaben confiscados por la justicia en base a las demandas de los propietarios de los bonos.
En esa tormenta perfecta puede suceder que un fondo agresivo de buitres compre una porción significativa de bonos de Venezuela y/o Pdvsa. Este fondo podría reclamar el pago inmediato y forzaría a Venezuela a la bancarrota porque no tiene cómo responder.
Pero, hay alguna otra alternativa. Pagador tradicional, lo que ha convertido a los bonos venezolanos en los de mayor riesgo pero mayor ganancia, Venezuela podría estar ahora dejando caer el precio de su deuda jugando en los límites.
Aspiraría a que sus patrones rusos y chinos, estos últimos los mayores acreedores individuales, aprovechen esa oportunidad que debe medirse no sólo por lo que implique en la economía sino en la influencia regional.