La sospechosísima muerte del fiscal Alberto Nisman, días después de pedir la indagatoria judicial de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) y el canciller Héctor Timerman, a los que acusó de pactar con Irán para encubrir el atentado a la AMIA (que en 1994 segó la vida de 85 personas e hirió a unas 300) y horas antes de la reunión con una Comisión del Senado en la que debía exponer las pruebas de su acusación, condiciona cualquier previsión sobre la evolución institucional, política y económica de la Argentina.
Sea que Nisman se haya suicidado, como se apresuró a sostener el gobierno, o lo hayan asesinado, como sospecha gran parte de la sociedad, se trata de un hecho político de enorme gravedad.
La investigación que el fiscal había presentado al juzgado de Ariel Lijo involucra también al diputado kirchnerista y líder de facto de La Cámpora, Andrés “Cuervo” Larroque; a dos operadores del gobierno de trato con Irán, como el piquetero Luis D'Elía y el líder de Quebracho, Fernando Esteche; a un ex juez de instrucción que trabajó para la Secretaría de Inteligencia, Héctor Yrimia, y a un agente de inteligencia de confianza de la presidenta (en las horas posteriores a la muerte de Nisman se informó que sería el joven camporista misionero Ramón Allan Héctor Bogado) que mantenía informado al operador iraní en Buenos Aires, Jorge “Yussuf” Khalil.
Siempre según la investigación de Nisman, Khalil transmitía las novedades a Irán, más precisamente a Moshen Rabbani, el ex agregado cultural en Buenos Aires, al que el dictamen original del fiscal, de 2006, había señalado como armador de la red que permitió la ejecución del atentado a la AMIA.
No es éste el lugar para dar cuenta de la madeja de acusaciones y contraacusaciones en torno del atentado y su intrincada y manipulada investigación. Sí se puede y vale, en cambio, repasar el zigzagueo con el que los gobiernos kirchneristas intentaron, primero, congraciarse con Estados Unidos, en la expectativa de quién sabe qué beneficios, para dar luego un giro de 180 grados y empezar a “jugar” con Irán.
La etapa de entendimiento con EEUU se inició en 2006, cuando el gobierno de Néstor Kirchner decidió ser perfecta y deliberadamente funcional a la estrategia política de Washington de aislar a Irán y abortar el desarrollo de su programa nuclear.
El dictamen de Nisman, en noviembre de ese año, ayudó a crear “clima” internacional contra el régimen de los ayatolas, y la Argentina, que en el segundo semestre de ese año fue miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), votó a favor las dos resoluciones (1696 y 1737) de la ONU a partir de las cuales se edificó el régimen de sanciones con el que la “comunidad internacional” logró asfixiar a la economía iraní.
En julio de 2007, por ejemplo, Kirchner desistió a último momento de asistir a la asunción presidencial de Rafael Correa, en Ecuador, para no toparse con el presidente iraní, Mahmud Ahmadinejad, y en setiembre inauguró el ritual de exigir ante la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, que Irán respondiera a los exhortos judiciales y enviara a declarar a la Argentina a los funcionarios acusados por el atentado a la AMIA.
La propia CFK repitió ese reclamo en las Asambleas de 2008 y 2009 y, en esta última agregó, por sugerencia de Timerman, entonces embajador en EEUU, el gesto de que la delegación argentina se retirara, en señal de repudio, cuando hablara el entonces presidente iraní, Mahmud Ahmadinejad.
Pero en setiembre de 2010, un mes antes de la muerte de su esposo, CFK desistió de ese gesto diplomático y cien días después, en enero de 2011, Timerman inició en Alepo, Siria, una negociación con Teherán que negó durante dos años, al punto que el canciller llamó “pseudoperiodista” al difunto Pepe Eliaschev, quien la dio a conocer.
La negociación fue “blanqueada” por CFK recién en setiembre de 2012 y el acuerdo fue rubricado en Etiopía por Timerman el 27 de enero de 2013 (sí, Irán se lo hizo firmar el Día del Holocausto) y aprobado por la mayoría kirchnerista en el Congreso, como si fuera una cuestión urgente, menos de tres semanas después.
Pero Irán no hizo nada, pues Interpol no levantó las llamadas “notas rojas” sobre los funcionarios iraníes acusados, que era lo único que en verdad le interesaba. A los efectos prácticos, es como si el Memo nunca se hubiese firmado.
La acusación que Nisman no llegó a explicar en el Congreso es que el objetivo del Acuerdo, de por sí ignominioso (por caso, Timerman negoció la formación de una “Comisión de la Verdad” con el gobierno de Ahmadinejad, negador serial del Holocausto, uno de los hechos más documentados de la historia de la humanidad) era despejar la molesta cuestión de la presunta autoría iraní del atentado a la AMIA llamando en cambio la atención sobre “algunos fachos locales”, de modo de impulsar así un mayor comercio bilateral: que la Argentina vendiera más alimentos a Irán que, a cambio, le proveería de más petróleo y energía.
De hecho, desde 2010 la búsqueda de “energía por alimentos” fue un vector de la “diplomacia” K. De ahí las misiones a países como Angola, Qatar, Azerbaiján, Vietnam. El problema es que los tres primeros tienen petróleo, pero escasa población. Y el último abundante población, pero no petróleo. Irán, con sus 80 millones de habitantes, llena los dos casilleros.
La muerte de Nisman deja en un limbo su investigación, profundiza en la sociedad la sensación de orfandad institucional e impunidad jurídica y expone al país al descrédito internacional, ya acentuado con episodios como la reacción de la administración CFK a los recientes atentados terroristas en París.
¿Qué país o qué empresa extranjera querría negociar algo con un gobierno de tantos zigzagueos, tan pocos principios y tan poca credibilidad?
Pero antes de siquiera empezar a resolver ese problema “hacia afuera”, la Argentina deberá vacunarse contra la desmemoria, la manipulación y la impunidad. Una cuestión eminentemente interna.