Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
El paso del tiempo suele diluir los recuerdos. Un grupo pequeño de diputados viajamos a Londres; nuestro embajador era entonces el Dr. Manuel de Anchorena. Participamos de un par de reuniones en un clima de cercanía a un acuerdo; no quiero exagerar, pero como si ya estuvieran dispuestos a devolver las Islas. Al poco tiempo nos sumamos a un viaje en un crucero de bandera griega y visitamos Malvinas. Todavía conservo un juego de platos que se nos ocurrió comprar en aquel viaje. En el crucero subió un grupo de ciudadanos malvinenses con los que continuamos viaje. Eran tiempos de acercamiento, ellos marcaban la importancia que le asignaban a esta posibilidad, la necesidad de tener un diálogo fluido con lo más cercano del continente. No quiero dar detalles, el tema es delicado y temo una traición de la memoria. Hace poco me reencontré con un testigo de aquel momento, le pedí escribir aquella historia, él había participado con mayor protagonismo que yo, guardaba datos que de sobra deben estar al alcance de quien los quiera investigar.
Luego fue la muerte del General, el derrumbe, el golpe, el exilio y la guerra. Una guerra sobre otra guerra, un intento que se llevó demasiadas vidas como para dejarlo de lado, como que también marcó una grieta y una distancia que cuesta demasiado superar. En aquel día en que caminaba por las Islas pensaba cómo hubiera sido nuestra relación con ese pedazo de patria en la distancia. Y lo más complejo, cómo imaginamos nosotros que se expresa ese sentimiento tan compartido en el alma y tan fracturado en la razón.
Aquella guerra fue el gesto desesperado de una dictadura que se imaginaba a sí misma como “la vanguardia de Occidente”. Fue la guerra de la dictadura que era nuestra enemiga, pero que asumió en ese entonces una causa a la que no nos podíamos negar. Y esa guerra tuvo sus héroes, se cobró sus vidas, nos dejó una cicatriz que cuesta mucho olvidar; mejor dicho, que es imposible olvidar. Y alguna cuota de oportunismo que ni en los límites de la vida suelen estar ausentes.
Aquella guerra contiene, como pocas, las contradicciones que atraviesan nuestras vidas. Esos conflictos de un nacionalismo que nos obliga mucho más porque dudamos de la profundidad de ese sentimiento. Tener un enemigo es siempre la manera más simple de forjar una identidad, claro que implica asumir que solo estamos juntos para confrontar con él, que luego, cuando pasa su tiempo, vuelven a aflorar las propias y agresivas diferencias.
Aquella dictadura creía haber encontrado la instancia que limpiara su conciencia genocida, les costaría asumir que solo era por un momento, que la historia sería brutal en su juicio, que ellos eran los únicos verdaderamente derrotados. Hasta tuvieron un día con pueblo en la plaza. Cuesta entender aquella circunstancia, la dimensión de esa demencia, de cómo buscaban también una guerra con Chile que solo la Iglesia pudo impedir. Eran una parte de nosotros, la más oscura, también la más antigua, la de mayor arraigo en los sectores que se creían los dueños del destino colectivo y jamás habían asumido el valor de la democracia. No aceptaban la presencia de los otros, imaginaban la patria como un espacio solo de ellos. Y en semejante aislamiento terminaron sin entender siquiera las reglas de juego del resto del mundo. La dignidad del guerrero había sido degradada para siempre en la atroz conciencia del torturador.
Con aquella guerra conocimos la derrota militar, como también en ese fracaso se encontraba el final de la dictadura y el retorno de la democracia.
Hubo un tiempo para gestar una negociación, países hermanos que nos acompañaron como tales, una dictadura que ni siquiera era consciente del lugar que ocupaba en el mundo. De cómo iba a reaccionar el mundo. Y el absurdo de entregarle al oscuro personaje de Margaret Thatcher, la supuesta “dama de hierro”, una opción de triunfo que le regaló un lugar inmerecido en el recuerdo de su pueblo. Un nacionalismo que nacía equivocado y convocaba a otro, al que terminaba beneficiando.
El sentimiento nacional se vuelve conciencia colectiva cuando va más lejos que las fronteras del propio territorio. En la geografía se torna indiscutible, imposible disimular su ausencia, luego, en lo cotidiano, a veces nos lo van quitando de a pedazos, despedazando las partes de nuestra identidad.
Cómo nos cuesta sentirnos parte de una misma cultura, partícipes de una mirada colectiva que logre expresarnos a todos. Lo colectivo, esa cima a la que pocas veces logramos arribar, y no por mucho tiempo. La ausencia de las Islas es una marca que deberíamos convertir en conciencia de lo que somos, asumir que somos Borges pero también Discépolo, y en la patria de muchos, hasta ahora de demasiados, esas dos partes esenciales no logran convivir.
Soy católico y peronista, y leo demasiado seguido a agresores que usan su pluma para decirme que sobro, que ellos, ateos y antiperonistas, me gritan que todavía no están dispuestos a aceptar mi presencia. Les molesta hasta el papa Francisco, agreden todo aquello que está más allá de lo que imaginan su espacio vital. El sectarismo y la grieta que ese fanatismo genera no terminó con el gobierno derrotado; es una enfermedad que abarca demasiadas supuestas expresiones ideológicas. Y ese sentimiento nacional que produce Malvinas a veces no ocupa su lugar en el sueño y la obligación de recuperar ese pedazo caído de nosotros mismos que son los necesitados. Hay una isla cercana donde una parte que antes participaba estando integrada hoy sufre la distancia de la marginación social.
Yo estuve en Malvinas, eran tiempos que parecían de pacificación, entre nosotros y con ellos. Murió Perón, y luego vinieron las confrontaciones. A veces siento que algunos perciben a sus mismos hermanos más distantes que la remota realidad de las Islas.