¿Por qué Donald Trump? Esa es la gran pregunta que se está formulando la pasmada cúpula republicana, los preocupados aliados de Estados Unidos y sus agotados opositores demócratas. Pero, esta es una pregunta mejor: ¿Por qué le tomó tanto tiempo a alguien como Trump presentarse y amenazar con poner de cabeza el orden político de la nación?
Veamos las avanzadas democracias de mercado del industrializado Occidente, por lo general próspero. Versiones de Trump y el tipo de política que él representa han estado apareciendo por doquier. En Dinamarca, ese refugio de democracia social que Bernie Sanders ama, un partido nativista que despotrica en contra de la inmigración, multiculturalismo y la pérdida de soberanía ante la Unión Europea ganó más de un quinto del voto en elecciones parlamentarias del año pasado, tres veces el porcentaje que captó en 1998.
Desde el Partido Finés hasta el Partido de la Independencia del Reino Unido, partidos nacionalistas con vena nacionalista y xenofóbica están por todas partes sobre el escenario político de Europa. Marine Le Pen, del Frente Nacional, captó casi 18 por ciento de la votación de la primera ronda en las últimas elecciones presidenciales de Francia. En Austria, un partido de extrema derecha que dice que la inmigración debe ser detenida para proteger la identidad cultural y la paz social apenas perdió unas elecciones hace unos días.
Con lo notable que pudiera parecer sobre el escenario político de Estados Unidos, Trump quizá puede ser mejor entendido como la cara de una dinámica global más extensa: la resistencia a políticas que fomentan la competencia global y abren fronteras a personas que han vivido demasiado tiempo del lado perdedor.
Esto no es nuevo. “Aquí hay algo cíclico”, dijo Paul De Grauwe, profesor de economía política europea en la Facultad de Economía de Londres. “Debemos tener en mente que hemos visto estas dinámicas antes”.
La “era dorada” de globalización del mundo alrededor del cambio del siglo XIX al XX fue coronada por lo que llegó a conocerse como la Gran Guerra. La inconformidad engendrada de la devastación económica alrededor del mundo en los años ’30 terminó en otra guerra.
“Las repercusiones en contra de la globalización promovieron un pensamiento de juego de suma cero. A fin de protegernos, nosotros debemos hacerlo a expensas de alguien más”, dijo Harold James, experto en historia europea por la Facultad Woodrow Wilson de Asuntos Públicos e Internacionales, en Princeton. “Esto incrementa el nacionalismo y la voluntad de ir a la guerra”.
Se incorpora la ira. El aumento del comercio y la inmigración ejerce presión sobre los empleos y salarios de la clase trabajadora, pero sirvió también para llevar enorme riqueza y poder aumentado hasta las manos de una diminuta élite. En la ausencia de acciones para mitigar el daño y más ampliamente compartir la abundancia de la globalización, no causa sorpresa que una ira honesta en contra de la cúpula haya abierto la puerta a heterodoxos empresarios políticos.
En su nuevo libro “Desigualdad global”, Branko Milanovic, del Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, documenta una clase media que se encoge alrededor del mundo industrializado, no solo en Estados Unidos y el Reino Unido, sino también en naciones más igualitarias como Alemania, Suecia y Australia. “La clase media permite tanto democracia como estabilidad”, escribe.
Las personas de clase media “tienden a rehuir el extremismo tanto de la izquierda como de la derecha”. Trabajadores que sienten que están perdiendo su posición elevada en la clase media pudieran ser los más vulnerables a un llamado populista.
Trump pudiera parecer inusual a los estadounidenses porque Estados Unidos no produjo el tipo de dirigentes autocráticos y populistas que Europa ofreció en el siglo XX; hombres que construyeron bases de poder responsabilizando a otros por sus males: inmigrantes, judíos, extranjeros en general.
En las últimas décadas, argumenta Milanovic, la creciente desigualdad en Estados Unidos no condujo a populismo sino a lo que él llama un equilibrio “plutocrático”, donde las élites compran poder político mientras los pobres son excluidos sistemáticamente y la clase trabajadora es impulsada a apoyar el statu quo con respecto a temas como el control de armas y el matrimonio homosexual.
Quizá el mayor vigor de la economía de Estados Unidos permitió que sobreviviera este equilibrio plutocrático. Pero, tras un par de décadas en las que los salarios no han ido a ninguna parte salvo a los trabajadores más afortunados, todo parece indicar que los votantes estadounidenses están dispuestos a experimentar con el populismo nativista.
Trump pudiera no ser presidente de Estados Unidos y la derecha extrema de Europa pudiera permanecer en la minoría; sin embargo estas fuerzas están impulsando la agenda en buena medida.
Hillary Clinton ha rechazado el acuerdo de comercio Transpacífico negociado por la administración Obama que ella apoyó alguna vez. El ex alcalde de Londres, el conservador e irritante Boris Johnson, está cabildeando alegremente por la salida de los británicos de la Unión Europea.
El proteccionismo está en aumento por todo el mundo. “No necesitamos esperar a un presidente Trump, ya lo estamos viendo”, dijo Simon J. Evenett, quien maneja la Alerta de Comercio Global en la Universidad de Saint Gallen, en Suiza. “Habiendo perdido la fe en políticas de macro estímulos, quizá muchos gobiernos del G-20 ya estén recurriendo a políticas que distorsionan los mercados, en vez de impulsar el crecimiento”.
Lo que da más miedo, argumenta De Grauwe, es el agudo giro de los electores en contra de la razón, abriendo espacio para vendedores de aceites milagrosos que prometen cualquier cosa para alcanzar el poder político. “Todo parece indicar que los intelectuales han fallado”, dijo. “Así que están los tipos como Trump que aparecen con declaraciones que no tienen nada que ver con los hechos”.
Estos empresarios ofrecen pocas soluciones: muros de mil millas y aranceles por los cielos no lograrán nada por mitigar la presión que está echando por tierra a la clase trabajadora. Si los Trump de este mundo llegaran al poder, ¿podrían alcanzar acuerdos, enojando incluso más a su frustrada base? ¿O más bien pudieran despertar más ira?
Es posible que Estados Unidos sea gobernado pronto por un presidente que llegó hasta el cargo, en parte, apelando al resentimiento popular en contra de China, país donde el nacionalismo abierto es un pilar central del reclamo del gobierno sobre la autoridad. ¿Qué pasaría si un incidente en el Mar de la China Meridional terminara con 200 marineros estadounidenses muertos? “Nadie piensa en ir efectivamente a la guerra”, dijo Milanovic. “Pero, pueden ocurrir pequeñas cosas que provoquen reacciones”.
La respuesta a llamados abiertos a un evidente nacionalismo no solo es sobre dinero, también lo es sobre políticas para reforzar el poder de negociación de los trabajadores; sobre políticas para ayudar a desplazados trabajadores de fábricas a que encuentren un lugar productivo en una economía dominada por servicios.
Es improbable que agraviados estadounidenses sean ganados con estampillas de comida más generosas o un crédito fiscal de ingresos percibidos. De la misma forma, la ira se acumula incluso en países con redes de seguridad social más robustas.
No deberíamos intentar detener la globalización, incluso si pudiéramos. Pero, si no nos desempeñamos mejor manejando una cambiante economía mundial, parece claro que esto terminará mal de nuevo.