Y todo... por una carta - Por Luciana Sabina

En Inglaterra, a fines del siglo XIX, algunos ciudadanos recibieron terribles mensajes provenientes del nefasto Jack ‘El Destripador’.

Y todo... por una carta - Por Luciana Sabina
Y todo... por una carta - Por Luciana Sabina

Uno de los grandes instrumentos con el que los historiadores contamos es el de poder abarcar personajes a través de sus epistolarios. Párrafo tras párrafo el pasado se devela atiborrado, entre mares de tinta y papel. Aun cuando se trate de cartas que persiguen dar una imagen, como las oficiales, nos acercan al pensamiento y cotidianidad de aquellos que ya no están. Entre sus hojas modismos, sueños, aventuras, creencias y romances, entre otros aspectos, se vuelven palpables. Algunas cartas son verdaderas ventanas hacia otras realidades, costumbres y vidas. Otras hicieron historia por sí mismas. Haremos hoy un recorrido epistolar por el pasado.

En Inglaterra, a fines del siglo XIX, algunos ciudadanos recibieron terribles mensajes provenientes del nefasto Jack ‘El Destripador’. George Lusk, presidente de un comité de ciudadanos que buscaba atraparlo, resultó ser uno de ellos. La misiva fue acompañada por medio riñón humano en una cajita y conservado en vino. “Desde el infierno, octubre de 1888”, titulaba. “Caballero: le envío la mitad del riñón que le saqué a una mujer lo he conservado para usted el otro cacho lo freí y me lo comí y estaba muy rico. Puedo mandarle el cuchillo lleno de sangre con el que lo saqué si espera un poco más. Atrápeme cuando pueda, señor Lusk”.

Años antes, también en Europa, se escribió la carta más corta de la historia. Pertenece a Víctor Hugo, el escritor estaba de viaje cuando la envió a su editor con la intención de saber cómo iban las ventas de “Los Miserables”. El texto sólo decía “?”, la respuesta del editor fue: “!”.

El éxito de este clásico fue inmediato, a tal punto que un contemporáneo, Domingo Faustino Sarmiento, preguntaba a través de otra carta a su amigo Pepe Posse: “¿Has leído ‘Los Miserables?’”, obteniendo un rotundo “Sí”. Deteniéndonos en el prócer sanjuanino, es interesante ver cómo su figura es prácticamente demonizada debido, justamente, a una carta donde recomendó al General Mitre “que no economizara sangre de gauchos, que sólo sirve para abonar la tierra”. Las diversas interpretaciones olvidan relatar el contexto en el que fue escrita -una verdadera guerra interna con los caudillos y sus montoneras, que no acataban al naciente Estado Nacional- y además la acción concreta de Sarmiento con los gauchos: los gauchos, los pobres, los marginales fueron los principales beneficiados de las políticas educativas de Sarmiento, pues eran ellos quienes no tenían dinero para pagar una escuela a sus hijos.

Buceando en nuestra historia, hubo cartas trascendentales que bregaron por la Independencia. El 16 de abril de 1816, José de San Martín escribió a Tomás Godoy Cruz, diputado por Cuyo al Congreso de Tucumán, explicándole la necesidad de romper los lazos con España. Era fundamental para que pudiese cruzar a Chile ese verano y el Congreso se demoraba.

“¿Hasta cuándo esperamos nuestra independencia? ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cocarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien dependemos? ¿Qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos, y con mucha razón, nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro que nadie nos auxiliará en tal situación, y por otra parte el sistema ganaría un 50% con tal paso. Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. Veamos claro, mi amigo: si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo éste la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir, a Fernandito”, escribió el Libertador.

Hay cartas que son una declaración política, entre las que destaca la escrita por Rosas a Quiroga el 20 de diciembre de 1834, desde la Hacienda de Figueroa en San Antonio. La misma acompañó al Tigre de los Llanos en su última aventura, pero su importancia reside en que el Restaurador despliega de modo sintético su pensamiento sobre los inconvenientes de apostar por una Constitución.  Es además una carta que Rosas repite en muchas oportunidades. Allí leemos, por ejemplo, que no era momento para llamar a un Congreso Constituyente: “Es necesario –dice– que ciertos hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto, envolverán a la República en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras glorias, no debemos prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que dejando de serlo por haber llegado la verdadera oportunidad veamos indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la Nación”.

Por supuesto, están también las cartas de despedida. Sin duda una de las más lacerantes pertenece a Manuel Dorrego. En ella le escribió a su esposa:
 
"Mi querida Angelita:

En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.

Mi vida, educa a esas amables criaturas; sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado”.

Dorrego murió por órdenes de Lavalle, pero detrás de la decisión de Juan Galo no hubo un único responsable. Fue, justamente, gracias a una carta -cuando ambos ya no existían-, que la verdad salió a la luz.

Según Lucio V. Mansilla, Salvador María del Carril era hombre de “estudiada sencillez”, con manos “pulcras, cuidadas las uñas color rosa, ni cortas ni largas, lo mismo que las de una dama de calidad”, manos que daban “frío al tocarlas, un frío que venía muy de adentro”; sus labios “algo gruesos, casi siempre un poco apretados, como para que no se escaparan sus secretos...”. Quizás el más terrible de ellos fue revelado en 1880. Su experiencia en “la cosa pública” lo colocó siempre al frente de grandes empresas, destacando como Gobernador de San Juan, vicepresidente del general Urquiza o parte de la primera Corte Suprema, ya bajo la presidencia de Mitre. Pero sobre lo que más destacó fue en manejar los hilos de la historia desde las sombras: nada menos que convenciendo a Lavalle de fusilar al general Dorrego. Pretendió llevarse el secreto a la tumba y estaba a punto de conseguirlo cuando el historiador Ángel Justiniano Carranza encontró las cartas que Salvador María envió a Juan Galo Lavalle.

En ellas presiona al general para terminar con Dorrego, exigiéndole que tras leerlas las eliminara. Juan Galo no fue del todo obediente. Carranza logró publicarlas en el diario de Mitre -enemigo político de Del Carril-, produciendo un verdadero escándalo: podía leerse al expresidente de la Corte Suprema confesando que “si es necesario mentir a la posteridad, se miente...”. Instigador y cómplice del primer crimen político nacional, nunca se pronunció al respecto y falleció dos años más tarde. Lavalle dejó de cargar con todo el peso de la historia.

Pero la influencia epistolar sobre la vida de este personaje no terminó con su muerte. Al morir Del Carril, su viuda recibió parte de la enorme fortuna y desde entonces dejó de sufrir la miseria a la que estaba sometida. Tiburcia no le hablaba hacía 21 años, después de que él hiciera publicar una carta -en varios diarios de Buenos Aires- comunicando a los acreedores de la dama que no pensaba hacerse cargo de aquellas deudas. Como última voluntad, pidió que su busto fuese colocado de espaldas al de Salvador María porque seguiría enojada aun después de muerta. En el siglo siguiente una de las nietas de ambos -Delia del Carril Iraeta- fue la famosa esposa argentina de Pablo Neruda.

Entre los descendientes de esta pareja también se encuentran Ignacio y Juana Viale, aunque son más conocidos por ser nietos de Mirtha Legrand. Actualmente, constituyen una de las anécdotas preferidas por los guías del cementerio de La Recoleta y podemos verlos hacia el final de la acrópolis, eternamente de espaldas; y todo... por una carta.

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