Los argentinos nos hemos hecho propietarios del asado, es casi un símbolo nacional, como el mate, como el truco. Sin embargo el asado no es un invento argentino. De cuando el hombre aprendió a cocer las carnes viene esta práctica que en nuestro país es una habitualidad.
Existe en casi todos los países del mundo con otras modalidades y con otros nombres, pero existe. En el nuestro se impone el asado de vaca muerta y en la anatomía de la vaca encontramos lo que sí es nuestro, los cortes de la carne.
Punta de espalda, entraña, asado del carnicero... y otras variantes difíciles de encontrar, de esa manera especificada en otros países, inclusive los aledaños, salvo el Uruguay.
Y claro, como aquí abundan las vacas es lógico que nos inclinemos a su goce post mortem. Hubo una época en que se sacrificaban estos benditos animales sólo para sacarle una parte de su estructura, lo demás se lo dejaba desairado a la espera de las aves de carroña.
Es difícil vivir en Argentina sin un asadito de vez en cuando, o mejor frecuentemente. Hacemos de él una excusa para juntarnos. “Che, ¿y si nos mandamos un asadito esta noche’”, es una propuesta común entre nosotros. No es lo mismo una reunión de amigos que se junten a comer fideos que una que se junte a devorar un asado.
Están los expertos en el asunto, los que saben de cortes y son los que se encargan de ir a comprar la carne, porque con un solo golpe de vista saben si el animal sacrificado ha de ser tierno o medio durazno y qué parte de él es la más sabrosa para colocar sobre la parrilla.
Porque siempre tiene que haber una parrilla. La parrilla y la sal gruesa son imprescindibles, y también la leña que habrá de aportar las brasas. No en todo el país se usa la leña para estas actividades, en gran parte de él se usa el carbón como combustible. Pero no es lo mismo el otoño en Mendoza…
Tal vez el mismo que se encargó de la carne es el que se encarga de cocerla. Todos tienen su estilo, sus pequeños secretitos para que la cosa funcione sabrosamente.
Y todos los parrilleros tienen que soportar las indicaciones de aquellos que van llegando a la reunión: “Che, ¿no te faltan brasas?”; “No lo arrebatés”, “Me parece que ya lo tendrías que dar vuelta”.
Es difícil encontrar a alguien que llegue que no le dé instrucciones al parrillero, que es el único sacrificado porque tiene que someter su panza a los calores de la combustión, aun cuando es pleno verano y andan 35 grados rondando por el ambiente.
Siempre lo mejor del asado es lo que queda al final, lo que nadie come porque ya está harto de comer y no le entra ni un bocado más aunque se lo enjarete con una sopapa.
Es parte de nuestra identidad, un motivo para el encuentro, la sonrisa y a veces las buenas canciones de nuestra tierra. Debería estar en nuestro escudo, debajo de las dos manos unidas. Porque es más que una comida, es una forma de decir somos nosotros, aquí estamos y disfrutamos estando.
En este mismo momento en que usted me lee deben estar preparándose miles de asados que albergarán a los amigos o a la familia y será un halago comer en comunidad, más allá de las diferencias que nos dividen.
El asado, una forma de ser de los argentinos.
En fin: “¡Un aplauso para el asador!"