Tras las pasadas elecciones, en el agitado remolino de comentarios de Twitter, un periodista joven e inteligente que en general me encanta escribió un comentario tópico y tontísimo: dijo que los animalistas ponían a los animales en el centro mientras que él era “más de poner en el centro al ser humano”. Me deprimió porque demuestra hasta qué punto los prejuicios pueden fundir hasta a las mentes brillantes.
Verán, no es una cuestión de poner a los animales en el centro, ni de elegir a los animales por encima de las personas. No hay que elegir, de hecho. Hay que luchar por todos los valores a la vez, porque no se puede defender una sociedad avanzada y civilizada que no contemple el respeto a todas las criaturas. Es una cuestión de ética elemental. Estos reparos me recuerdan las demoras que siempre han sufrido los derechos de la mujer. Cuando en 1789 se declararon los Derechos Universales del Hombre, casi nadie, salvo algunos genios como el gran Condorcet, se dieron cuenta de que no podían ser verdaderamente universales si no incluían a la mujer. Y cuando Clara Campoamor pedía el voto para nosotras, la izquierda sostenía que eran mucho más importantes los resultados políticos supuestamente progresistas (¡las mujeres votarán a las derechas!, bufaban) que esa elemental, urgente dignidad. Lo he vivido yo misma en la izquierda antifranquista: las reclamaciones de las mujeres eran postergadas en pro de las reivindicaciones, al parecer siempre mucho más importantes, de los trabajadores (de los trabajadores varones). Con todo esto quiero decir que discriminar exigencias éticas esenciales no sólo es innecesario, sino reaccionario, y que tiene además un coste bárbaro, el de cargarse el supuesto sistema progresista que dices defender.
Es una ceguera producida por un prejuicio antropocéntrico milenario. Claro, yo comprendo que escuece perder la tonta ilusión de ser el centro del universo, pero la ciencia está siendo implacable con nuestras pretensiones. La secuenciación genómica nos ha demostrado que compartimos el 99% de los genes con los chimpancés, el 90% con las ratas, el 50% con la mosca de la fruta e incluso un 20% con las plantas (hasta el 50% en el caso del plátano). Para ser los únicos emperadores de la galaxia, somos demasiado parecidos a todo lo demás. Quiero decir que hay una clara continuidad orgánica. Con chimpancés y bonobos nos parecemos tanto que hasta podemos hacernos transfusiones de sangre. Los animales, en fin, están mucho más cerca de nosotros de lo que jamás hemos creído. Tomemos la famosa lista de 15 atributos para definir la personalidad humana que redactó Joseph Fletcher, uno de los fundadores de la bioética: inteligencia mínima, autoconciencia, autocontrol, sentido del tiempo, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad para relacionarse con otros, preocupación y cuidado por los otros, comunicación, control de la existencia, curiosidad, cambio y capacidad para el cambio, equilibrio de razón y sentimientos, idiosincrasia y actividad del neocórtex. Pues bien, resulta que los grandes simios cumplen todos los apartados.
Según el conocido sociólogo Jeremy Rifkin, la gorila Koko, a la que se le enseñó el lenguaje de signos, puntuaba entre 70 y 95 en nuestros test de inteligencia, lo que la catalogaba como una persona de aprendizaje lento, no retrasada. Y no se trata sólo de los grandes simios. En 2012, los más importantes neurocientíficos del mundo, reunidos en la Universidad de Cambridge, Reino Unido, firmaron la Declaración de Cambridge manifestando que los animales no humanos tienen conciencia. Por supuesto que hay una gradación: no es lo mismo una medusa que un perro. Pero hay una continuidad, y, de manera progresiva, todos estamos dentro del milagro de la vida, y también dentro del dolor y de la indefensión. Por otra parte, numerosos estudios demuestran que hay una relación clara y directa entre el maltrato animal y la violencia ejercida contra las demás personas. Aunque sólo fuera por conveniencia, deberíamos proteger a los otros animales porque así nos protegemos a nosotros mismos. Pero no es por eso por lo que soy animalista. Lo soy porque aspiro a un mundo más ético. Porque lucho, precisamente, por la existencia de un ser humano mejor.