Y ahora, ¿quién podrá defendernos? - Por Carlos Salvador la Rosa

Y ahora, ¿quién podrá defendernos? - Por Carlos Salvador la Rosa
Y ahora, ¿quién podrá defendernos? - Por Carlos Salvador la Rosa

"Y si no fuera por miedo
Sería la novia en la boda,
El niño en el bautizo,
El muerto en el entierro,
Con tal de dejar su sello"
"Dama, dama", canción de Cecilia, cantautora española

"Nos tomamos todo el vino"
Diego Maradona luego del partido Argentina-Nigeria.

En este tiempo en que muchos jóvenes siguen viviendo con sus padres hasta bien pasada la treintena, queriendo prolongar indefinidamente su adolescencia, la democracia argentina parece estar siguiendo un proceso parecido.

Con sus casi 35 años, empieza a ser necesario, diríamos imprescindible, que se vaya a vivir sola, sin padres que la tutelen, sin héroes que la inspiren, sin gestas que la estimulen, sin tragedias de las que no se responsabilice.

Es que la fuerza de los hechos más que las ganas de sus protagonistas nos está cortando todas las ilusiones. Ya nadie cree que la reconquista democrática pueda traer por sí sola comida, educación y salud.

Ni que algún nuevo Maradona derrote otra vez con la pelota, con el genio y con la mano a los ingleses que nos derrotaron con las armas. Ni que otro Menem, mediante un pase mágico, pueda acabar en segundos con la inflación de décadas convirtiendo al peso en dólar.

Tampoco que la soja nos vuelva a proveer de tantos dólares como para que algún Kirchner pueda realizar el acto de antiimperialismo más paradojal de toda la historia: la de tirarle en la cara y cash al FMI diez mil millones de dólares que el cruel organismo nos permitía pagar en cómodas cuotas anuales sin ni siquiera auditarnos.

Pero a la vez, todos esos deseos de evadir la realidad confundiéndola con los sueños fueron casi siempre pagados con un costo altísimo. Como las crisis económicas que le siguieron a la ilusión del austral o de la convertibilidad con la caída de los gobiernos, de no ser peronistas.

Como que la ilusión de habernos creído norteamericanos y dolarizados la pagamos sextuplicando los pobres. O que cuando nos sobró dinero por ventajas internacionales, en vez de aprovisionarnos para el futuro, los autodenominados nacionales y populares tiraron manteca al techo y se liquidaron irresponsablemente todo, igual a como hacían esos de principios del siglo XX a los que los depredadores de la soja descalificaban llamándolos oligarcas vendepatria.

Incluso, haberle ganado a los ingleses en el fútbol terminó con el mismo héroe futbolista con las piernas cortadas, por culpa de la efedrina, ocho años después o tomándose todo el vino hace apenas una semana.

Es que todo eso fue la adolescencia democrática: supuestos milagros que luego devendrían tragedias. Idas y vueltas que nos condujeron, con igual intensidad, a euforias y depresiones extremas, todas motivadas por esa secreta esperanza de querer ser siempre el ombligo del mundo, de quitarle protagonismo a la verdadera novia, al verdadero bebé o al verdadero finadito como dice la canción.

Total nunca dejará de haber ganados, mieses, guerras ajenas, sojas o vacas muertas que nos permitan seguir viviendo en la eterna irresponsabilidad de una juvenilia donde los responsables de lo que nos pasa son siempre los otros.

Sin embargo, en esta nueva y dura época que nos toca vivir, parece que ya no ganaremos mundiales con la mano de Dios, ni nos creeremos norteamericanos por jugar al golf con Bush, ni venceremos al imperialismo pagándole al FMI.

Pero aunque tampoco estaremos condenados al éxito como supone Duhalde, tal vez tampoco el fracaso será nuestro destino indubitable. En una de esas Dios haya decidido que, al entrar en la adultez, el destino democrático del país lo hagamos nosotros mismos, con nuestras propias manos, sin seguir creyendo la estupidez infantiloide de que no crecemos porque el FMI o sus aliados internos lo impiden.

Y de ocurrir algo de eso, quizá, Dios será, por primera vez, argentino de verdad. Argentino de la única forma en que lo puede ser: si no seguimos esperando de él, ni de ningún otro sustituto de Dios, que venga a salvar a la patria, mejor dicho que nos salve de nosotros mismos.

Pero no seamos tan ingenuos de suponer que ese cambio se está logrando porque hayamos aprendido algo del pasado; se está produciendo porque nos vamos quedando sin salvadores. Ya no aparecen en el horizonte ni Maradonas, ni Alfonsines, ni Menems, ni Kirchners. Ni Gardeles ni Perones. Y si aparecen, ya no pueden, no quieren o no saben hacer por nosotros lo que no sabemos hacer nosotros por nosotros mismos.

Por lo tanto, no nos va quedando más camino que el de irnos a vivir solos y pagarnos la vida con el fruto de nuestro exclusivo trabajo, no con el de las rentas porque ya se nos acabaron todas.

Messi será el mejor jugador del mundo, pero no pudo salvar con su talento a la crisis estructural de una dirigencia deportiva hundida en el fango hasta los tuétanos. Ni siquiera aunque juguemos sólo a darle la pelota a él para que nos salve con su genio (o, al revés, quizá uno de nuestros grandes males haya sido el de tener casi como única estrategia jugar todos para él).

Pero así como en este Mundial ya no podremos ser los mejores del mundo, tampoco seremos los peores como supusimos luego de Croacia, días aciagos en que una Argentina desmedida, un tanto enloquecida, quiso depositar en un grupo de fútbol toda la responsabilidad de nuestros males. En cambio perder con Francia en un partido razonable, no nos pone como los mejores ni como los peores.

Nos pone como lo que somos: unos más entre todos. Nos deja solos con nuestra tristeza, como le pasa a todo el mundo en estas circunstancias, pero sin posibilidad de desahogarnos con ciclotimias extremas que por un lado nos conducen a creernos superiores y por el otro a suponernos maldecidos por miles de villanos que nos odian.

Por su lado, Macri, a diferencia de sus antecesores, por más intentos que haya realizado, no pudo tener su milagro, ni su plan austral, ni su convertibilidad, ni su megadevaluación, ni su soja. Y deberá llegar a fin de mandato no sólo limitado por sus propias incompetencias (que al no existir más milagros se hacen ultravisibles), sino comandando un barco averiado por todos los costados, acosado además por anteriores capitanes y capitanas hoy convertidos en piratas prestos a hacerlo naufragar.

O sea, su único milagro, y no menor, será el de lograr que un gobierno no peronista culmine su gestión. La dará madurez a la democracia de 35 años, aunque no le dé, por ahora, mucho más.

Y, aunque algunos lo quisieran, ni siquiera el Papa argentino podrá sustituir a los viejos milagreros. Pudiendo haberlo hecho, no se puso por encima de las grietas argentinas por lo que hoy, en su país natal, ha cosechado más amores y odios políticos (por igual) que espirituales.

Y ni qué hablar de Cristina, que sigue lidiando con la maldición bíblica de la estatua de sal al no poder dejar de mirar hacia atrás y pretender que todos hagamos lo mismo.

En fin, que pasada la tristeza de la descalificación del Mundial y al tener que seguir lidiando con las crisis económicas y políticas que, como siempre, parecen insuperables, ha llegado el momento de que los argentinos comiencen a mirarse dentro de sí mismos para ver qué harán consigo mismos.

Porque ni Messi, ni Macri, ni Francisco, ni Cristina están capacitados para producir milagros como sus antecesores, o hacernos creer que los pueden producir.

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