Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
Las voces de la violencia, acalladas en 1983, han reaparecido, y hacen ruido. Las más duras se hicieron oír el 24 de marzo. En la Plaza de Mayo, las Organizaciones de Derechos Humanos reivindicaron la acción de todos y cada uno de los grupos armados de los años setenta, denostaron al gobierno por neoliberal, represor e ilegítimo y llamaron a una suerte de resistencia civil. En la Plaza los asistentes gritaban “Macri, basura, vos sos la dictadura”, mientras pequeños helicópteros amarillos invitaban a reeditar el 21 de diciembre de 2001.
Días después tres conocidos voceros del kirchnerismo, Hernán Brienza, Gabriela Cerruti y Raúl Zaffaroni, cada uno a su modo, anunciaban la inminencia de violentos y sangrientos enfrentamientos sociales, y una guerra civil a las puertas.
Menos sonora, pero reveladora de todo un sector de la opinión, fue la declaración del “Colectivo de Historia Reciente”, formado por un conjunto de historiadores profesionales. Respaldados por 1500 colegas, denunciaron al presidente Macri por “negacionista” -un término usualmente utilizado para quienes niegan el Holocausto-, y también represor y violador de los derechos humanos, También lo acusaron de “desmantelar las Políticas Públicas” sobre la Memoria y los Derechos Humanos. Un ejemplo de esto -entre otros señalados- fue la supresión de la Subgerencia de Promoción de los Derechos Humanos del Banco Central.
Integran este “Colectivo” un grupo de historiadores profesionales dedicados al estudio y defensa de los Derechos Humanos, la Memoria, la Verdad y la Justicia. Este campo profesional no ha cesado de crecer desde los años noventa. En las universidades hay numerosos cursos y hasta posgrados enteros, y el Conicet incorpora regularmente un número importante de becarios e investigadores. Sobre todo, el Estado les ha abierto un espacio significativo en su planta de empleados.
El caso citado del Banco Central es ilustrativo de la extensión alcanzada por esta rama profesional. La Comisión de la Memoria de la provincia de Buenos Aires tiene un enorme presupuesto, aportado por su Legislatura. No hay en el país gobierno municipal o provincial que no tenga su secretaría de Memoria y Derechos Humanos, y esto se replica en infinidad de organismos públicos. En ámbitos como la ex Esma las dependencias estatales conviven con organizaciones civiles subvencionadas por el Estado.
Todos hacen algunas cosas importantes, y también mucha militancia. Pero sobre todo, se trata de un campo laboral consolidado, cuyos beneficiarios defienden hoy, del mismo modo que cualquier otra corporación profesional. Solo que, cuando el Estado recorta presupuestos, no hablan de “ajuste” sino de “negacionismo”.
Hay una diferencia. Estos profesionales de la Historia Reciente se ganan la vida militando por una causa. Son los sacerdotes del templo de la Verdad y la Justicia; su credo es el “Deber de Memoria” y su juicio tonante nos divide a los simples mortales en dos grupos: los condenados y los que han de salvarse. No se entiende bien qué tiene que ver esto con el más prosaico oficio del historiador. Tampoco, cómo esa sagrada misión se combina con la defensa de terrenales demandas gremiales.
La historia de las Organizaciones de Derechos Humanos es mucho más dramática. Nacieron con la dictadura, e hicieron entonces algo formidable y trascendente: en una sociedad de facciosos y de filisteos impusieron el valor supremo de los Derechos Humanos, y cimentaron una ética pública que en 1983 contribuyó a la construcción de la democracia republicana. Se ganaron un lugar en la historia que nadie puede cuestionar.
Pero con la democracia, las organizaciones se sintieron incómodas. Adoptaron posturas intransigentes, avalaron los disparates de Hebe de Bonafini, reivindicaron a los héroes de los años setenta, y finalmente se sumaron al frente kirchnerista, legitimaron su alegada reivindicación de los derechos humanos, y obtuvieron el reconocimiento estatal que creían merecer.
La elección de un gobierno de otro signo político las vuelve a colocar en situación incómoda, con los gobernantes y con la democracia misma. Al punto que decidieron retomar su papel más glorioso: luchadoras contra la dictadura. ¿A cuál dictadura se refieren? A la de Macri, su neoliberalismo, su represión, su negacionismo. Hoy las organizaciones de derechos humanos se manifiestan en contra de la democracia y convocan a la sedición. Es un triste final.
Cada una a su modo, estas y otras voces confluyen en un discurso común. El gobierno de Macri, electo en comicios correctos, era considerado ilegítimo ya antes de comenzar a gobernar. Luego, cada suceso fue las confirmando en su diagnóstico. Cuando el gobierno se hace cargo del déficit heredado, es un “ajustador insensible”. Si el país sufre algunos efectos de una crisis que pudo ser devastadora, se debe a las “políticas neoliberales” del gobierno. Si los gobernantes no gritan “el que no salta es un represor”, son “negacionistas”.
En suma, nos dicen que este gobierno ilegítimo no debería estar allí. Desde antes de las elecciones, ya imaginaron una escalada, que arrancaba con la “resistencia”, conservando en el Estado bastiones que el gobierno, por prudencia, no quiso desmontar Luego vino la “política de calles”: aprovechar las frecuentes movilizaciones para imprimirles su sello y hacerlas parte de su designio. También en esto les ha ido bien. Hoy el tema es la interpretación global, el relato: nos dicen que por obra del gobierno, la sociedad se encamina a un enfrentamiento sin retorno. Afirman que culminará en una guerra civil restauradora, cuyos muertos se justificarán por el logro de una “patria redimida”.
¿Esta convocatoria, abiertamente sediciosa, es una amenaza para la democracia? En principio, no. El gobierno ha manejado estas embestidas de manera prudente, sin dramatizarlas. Si bien hay muchos conflictos, el grueso de los actores se mueve en el marco de las instituciones.
Pero muchas cosas terribles han ocurrido en el mundo, a partir de comienzos tanto o más banales que este. Sin duda, debemos seguir con atención este retorno de las voces de la violencia.