A Alessandro Moreschi lo conocían como "el ángel de Roma", porque había dedicado su vida a cantar en coros eclesiásticos. Alessandro Moreschi se salvó del cólera cuando era niño y ese pequeño milagro lo llevó a dedicar toda su vida a Dios. En tiempos donde ya estaba expresamente prohibida la castración, el pequeño Alessandro fue castrado.
En tiempos donde grabar música era todavía un experimento incipiente, Alessandro grabó. Murió en 1922 a los 63 años, por una neumonía. Alessandro Moreschi fue el último "castrato" de la historia. La única voz castrada que sonará por los siglos de los siglos. Y que ojalá así sea.
Moreschi no fue un crack como Farinelli (inmortalizado en la película de Gérard Corbiau), y los registros que han quedado de su voz son pura anécdota: se escuchan mal y se trata de un canto más bien mediocre. Ya era grande.
Sin embargo, pese al desfasaje de los siglos, su historia es muy parecida a la de aquellos ídolos de antaño (los rockstars de los siglos XVII y XVIII), quienes cobraban más que cualquier compositor y quienes, según testimonios, tuvieron las voces más extraordinarias jamás oídas.
Esas voces podían sostener el aire (el "fiato") por segundos eternos, alcanzar notas en extremo agudas (o en extremo subterráneas) y podían rivalizar con un trompetista en agilidad.
Pero decíamos que Moreschi puede servir de arquetipo, porque él fue sexto hijo de una familia pobre. Y la castración funcionó, en la mayoría de los casos, como una forma para salir de la pobreza: como el fútbol en Fuerte Apache, o el atletismo entre los adolescentes de Kenia. Y como el deporte, los "castrati" también eran una institución.
Pese a las grandes investigaciones en el tema, poco se sabe de la vida de aquellos seres. Son, como entonces, un misterio.
Porque si bien la castración existe desde los comienzos de la civilización, encontraron durante el Barroco su apogeo, especialmente en Roma, donde estaba prohibido que las mujeres subieran a las tablas y cantaran a la par de los varones, al igual que en las iglesias. Esos registros vocales (sopranos y contraltos) eran interpretados por estos ídolos monstruosos.
El musicólogo Charles Burney, en 1770, quiso investigar sobre el tema cuando estaba escribiendo su famosa enciclopedia musical y tuvo muchas evasivas.
En Milán preguntó dónde se castraba a los niños cantores y lo mandaron a Venecia, de Venecia a Bolonia, pero allí se excusaron y le dijeron que en Florencia, donde le sugirieron que preguntara en Roma y en Roma que fuera a Nápoles, donde finalmente conoció el lugar del donde salían esos especímenes: el Conservatorio de San Onofre. No era casual, porque Nápoles era la mayor ciudad de Italia y, también, una de las más pobres.
Allí, Burney vio cómo los niños castrados tenían trato preferencial: comían más queso en el desayuno, les daban el primer piso del edificio (porque tenían salud delicada) y pasaban todo el día estudiando (aún desde antes de que saliera el sol). Algunos estaban allí por decisión propia, aunque eran muchos los casos en los que sus padres intervenían. Porque la edad máxima para la castración era de 12 años.
Y era una experiencia traumática que incluía a veces opio, bañeras heladas y ron para aliviar el dolor, además de una cruel tortura: les oprimían las carótidas para que estuvieran en estado de semiinconsciencia. En aquel tiempo se castraban alrededor de 4.000 niños por año, con la complicidad de algún médico o barbero. Luego, la Iglesia los criaba.
Esos niños, en edad adulta, podían alcanzar estaturas y cuerpos desproporcionados (como el castrato Senesino). Charles de Brosses, en 1739, escribía que los castrati "crecen hermosos, gordos como capones, con sus caderas, traseros, brazos, garganta y cuello tan redondos y rechonchos como los de una mujer. Cuando se les puede ver en una reunión, resulta asombroso oír, cuando hablan, su vocecita de niños surgir de tales colosos. Algunos son muy bellos: si están con damas auténticas, se muestran engreídos y vanidosos y, si hay que creer los rumores, muchas de ellas demandan sus talentos, que son ilimitados".
Porque su supuesta "potencia" sexual forma parte de una mitología. Nunca sabremos con seguridad de qué se trataba, aunque parte del atractivo era que estaba descartado cualquier embarazo (aunque uno, el "Tenduci", se casó y tuvo hijos con un tercer testículo que, según él, no le habían mutilado de niño...).
Muchos tuvieron fama de mujeriegos. Otros de coléricos; como Caffarelli, que una vez quiso apuñalar a un fanático cuando le pidió bisear un aria. Y, como los divos desmesurados que eran, hacían grandes fortunas. Algunos las dilapidaban y, hacia el final de sus vidas, debían abandonar los teatros de ópera y volver a los coros religiosos de donde habían salido.
Daniel Snowman destaca, en su libro "La Ópera: Una historia social", la paradoja de esos castrati que volvían a las iglesias con sus voces arruinadas. "Todos los músicos de las iglesias procedían de descartes de los teatros de ópera", escribió Burney. Al contrario de lo que se cree, eran voces angelicales afuera de las iglesias, e infernales al interior de ellas.
En el siglo XVIII, "era muy infrecuente encontrar una voz tolerable en alguna iglesia de Italia". Muchos habrán sonado fatales, como Moreschi, quien en sus grabaciones dejó un lejano eco de sufrimiento: "¡Ave María!".
Los “castrati” de hoy
Si bien ya no hay en la ópera cantantes castrados, sí existen muchos hombres que tienen vocalidades atribuidas a las mujeres: ellos son los contratenores, quienes han logrado sofisticar la técnica del falsete y así interpretar (con más o menos éxito) el repertorio barroco escrito antiguamente para los "castrati".
Dentro de ellos también hay diferencias: los sopranistas, alcanzan notas sobreagudas con mucha facilidad. Otros se desplazan con soltura por varias octavas (como el tucumano Franco Fagioli, uno de los más renombrados de la escena actual y vale la pena googlearlo para saber más sobre él).
El barroco pasó, con sus torturas detrás. Y sí, muchos podrán sentir curiosidad por saber cómo habrán cantado, aunque nadie echa de menos a esos amados monstruos.