Por Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
Ayer, un amigo simpatizante del gobierno nacional que no está enojado con la vida ni con el pueblo por un resultado electoral que no se esperaba, en vez de apelar al miedo a Macri para ver si así se salva Scioli, argumentaba sus deseos de que el peronismo gane, a partir de un razonamiento quizá algo pícaro pero institucional.
Decía que habiendo ganado el Pro la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal, que Scioli se impusiera en el gobierno nacional produciría un equilibrio geopolítico, ya que de no ser así resultaría un tanto excesivo entregarle a un mismo partido, Provincia, Capital y Nación.
Discutible pero ingenioso modo de pensar, por el cual se pide votar al Frente para la Victoria a fin de que su adversario no adquiera una concentración de poder desmedida. Algo que se tira de los pelos con la línea política que siguen impulsando Cristina Fernández y sus seguidores, incluido Scioli, de que de ganar Macri éste se deberá ir en helicóptero dentro de muy poco. Insinuando a la población que no deberían votar a quien no puede proveer un mínimo de gobernabilidad.
Cuando en realidad si de manejar la gobernabilidad se trata, tener en las mismas manos todos los instrumentos del poder central no parece expresar ningún tipo de debilidad. Lo que sí puede ocurrir es al revés, como le está pasando al peronismo, que con sólo haber perdido la provincia de Buenos Aires y ante el riesgo de perder la Nación ha comenzado una implosión donde ya se han puesto todos contra todos, con lo cual, de seguir con sus luchas internas como ya lo están haciendo, lo que amenazaría la gobernabilidad sería que ganaran ellos.
Lo cierto es que seguir insistiendo, como lo hicieron durante una década, en que ellos son los únicos capacitados para gobernar, acaba de ser cuestionado profundamente por la nueva conformación del voto popular, que generó un equilibrio institucional que si la clase dirigente sabe aprovechar, podrá gestar nuevas configuraciones políticas mucho más adecuadas a la realidad que se viene.
El peronismo tradicional maneja casi todas las provincias chicas. El radicalismo unas tres entre chicas y medianas, más una cantidad muy importante de intendencias por todo el país. El socialismo, una provincia. El peronismo disidente, dos. El Pro, Capital y Provincia de Buenos Aires.
Desde esa perspectiva, gane quien ganare la Presidencia el 22 de noviembre próximo se encontrará con una estructura política federal de un pluralismo como hace mucho tiempo no se veía, que lo llevará -por voluntad propia o por la fuerza de las circunstancias- a un gobierno más pactado, más dialogado, más consensual.
Que seguramente deberá girar ciento ochenta grados contra esta sí verdadera concentración excesivísima de poder de la última década que se intentó justificar -e incluso fortalecer aún más- con ideologías supuestamente izquierdistas que defienden la teoría del conflicto y la tendencia al hegemonismo, que significa el primer paso hacia el partido único.
Algo que muy probablemente se habría instalado en el país de haber ganado la Presidencia el peronismo en primera vuelta, porque el cristinismo había armado todo para que políticamente no quedara casi nada que no le perteneciera o se le debiera subordinar. Íbamos directo al partido único.
Gracias al voto popular, ahora ese peligro está casi extinguido, gane Scioli o gane Macri. Existe un nuevo mapa político que la oposición, en su sorpresa, recién comienza a comprender y por ahora se limita sólo a sobrevolarlo, a acompañarlo porque obviamente le conviene.
Mientras que el oficialismo hasta el momento parece no haber entendido nada, ya que la campaña emprendida es un popurrí de los clichés que impuso durante la década, insinuando que todos sus adversarios son el pasado, que en realidad más que adversarios son enemigos (al menos simbólicamente hablando) y que por ende la única opción es entre los K o el caos.
Ahora eso no se lo cree casi nadie, ni siquiera mi amigo simpatizante del oficialismo que expresa a muchos otros de buena voluntad. La teoría del miedo, más que un intento de meter miedo a los demás es una proyección del sudor frío que corrió a partir del 25 de octubre sobre las espaldas de una élite que ya se consideraba eternizada en el poder, que había dispuesto su futuro próximo sólo desde ese lugar y que ahora ignora qué hacer, de qué vivir, ante la posibilidad de que el resultado le salga adverso.
Tanta es la paradoja que el oficialismo no sabe dónde meter a la tendalada de desocupados de altísimo nivel salarial que dejarán en el camino en caso de perder Scioli, mientras que Macri no sabe de dónde sacar tantos reemplazos de los que se van.
Por eso el único miedo que hoy existe en la sociedad es el de los que temen perder sus lucrativos privilegios e intentan proyectar en los demás su terror. Pero ocurre que el resto del país no tiene miedo alguno y quien intente metérselo en su cabeza sólo perderá votos. El chantaje del regreso a 2001 con el cual tantos llenaron sus estómagos y bolsillos durante tanto tiempo, ya no persuade a absolutamente nadie.
Y eso no implica que se deban repetir los errores u olvidar lo que pasó en aquellos entonces. No, lo que significa es que a partir de ahora no sólo el menemismo y la Alianza expresan el pasado que ojalá no retorne, sino que también el kirchnerismo pasa a revestir en esa categoría del pasado que ojalá no retorne. Ya sea que gane Macri, pero también si gana Scioli, ya que los suyos (quizá no él, que sigue sin animarse a salir de su timoratez pese al desprecio brutal que Cristina hace con su personita) no permitirán que sus humilladores los sigan conduciendo.
Al kirchnerismo se le fue la mano con las humillaciones, en particular con los suyos, y eso difícilmente podrá olvidarse, sobre todo en los tiempos de malaria presentes, ya que le será complicado a Cristina explicar que con ella les hubiera ido mejor. Otro sofisma que de a poco están empezando a dejar de creer todos los suyos excepto los más fanáticos, ya que de fracasar en el próximo comicio, Ella no podrá desprenderse de su enorme responsabilidad, de lejos la principal, incluso por encima de Scioli al cual se lo podrá acusar de débil y sumiso pero la campaña la dirigió enterita la Presidenta que se va.
Para el final, vayan unos comentarios elogiosos hacia una muy inteligente y oportuna opinión pronunciada por el filósofo Enrique Valiente Noailles en una nota publicada en La Nación. Allí, el pensador sugiere, al analizar cómo van saliendo los resultados electorales, que “la democracia se ha tomado 33 años para volver, en muchos aspectos, a su punto de partida”. De ser así, estaríamos ante una original respuesta popular frente al autoritarismo reinante. Ya que éste condenó a todos sus adversarios al pasado y clausuró el futuro en nombre de mantener un eterno presente en sus manos.
Entonces ahora, frente a ese callejón sin salida provocado por el poder, los ciudadanos están proponiendo volver al renacer democrático, recuperar su espíritu inicial bastardeado por décadas de decadencia, en las que el espíritu republicano fue arrollado por infinidad de prácticas perversas. Incluyendo entre ellas el intento felizmente imposibilitado por el pueblo movilizado en las calles de querer cambiar nuestra República democrática por una democracia populista de bajísima intensidad, con ideología chavista pero de prácticas feudales y oligárquicas.
Por eso, más allá de quién gane las elecciones presidenciales, la élite que intentó imponer ese adefesio frankensteiniano es la que hoy aparece más cuestionada por la voluntad popular, con similar intensidad a como a principios de siglo fue cuestionado el neoliberalismo populista en todas sus expresiones.
Es por ello que quizá acontezca algo culturalmente parecido a 1983, cuando al finalizar la década más terrible y violenta de la historia argentina, la sociedad apostó por reconstruir sus instituciones con modestia, reencuentros y la Constitución como bandera, a fin de dejar atrás tanta violencia. Como hoy habrá que dejar atrás tanta intolerancia.