Hay un día especial para recordar -a los habitantes de la Tierra- que no hay que esperar a que se produzca un desastre para valorar y proteger la vida como corresponde. Que somos únicos, que no hay remplazos y que, aún, queda mucho por hacer para disminuir la mortandad a causa de eventos de origen natural o provocados por el accionar humano.
El 13 de octubre es el Día Internacional para la Reducción de Desastres, designado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, propiciando la construcción de una cultura mundial de la prevención y mitigación de riesgos.
Este año, el lema “Vivir para Contarlo”, es el impulso que nos debe conducir a emprender más acciones para reducir la mortalidad en nuestro mundo.
“Según el Centro de Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres (CRED-Bélgica), la tasa de mortalidad promedio que se registró entre 2005 y 2014 en el ámbito mundial, fue de 76.424 muertes anuales. En 2015, el CRED registró 22.773 muertes para ese año”.
Estas cifras nos permiten ver, aproximadamente, que tenemos que continuar implementando acciones cada vez mejor planificadas para la reducción de nuestras vulnerabilidades, desde una gestión integral del riesgo. Se puede evitar tanto sufrimiento, tantas pérdidas de vidas. Las comunidades, cada persona, cada organización pública o privada, deben tener una clara y precisa información sobre las amenazas a los que están expuestos, de modo que puedan cambiar sus actitudes y conductas y, en consecuencia, ser individuos y organizaciones más resilientes.
El Sr. Robert Glasser, jefe de la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción de Desastres -Unisdr- ha expresado que “a pesar de los muchos éxitos logrados, todavía hay demasiadas vidas que se pierden en eventos previsibles por no poder utilizar sistemas de alerta temprana, aprender las lecciones de eventos anteriores y captar la creciente amenaza del cambio climático y sus efectos en los eventos meteorológicos extremos, tales como tormentas, inundaciones y sequías”.
Cuando las naciones y las comunidades están preparadas para enfrentar los impactos de cualquier desastre, pueden disminuir las tasas de mortalidad, recuperarse más rápidamente, seguir avanzando con los objetivos de desarrollo sostenible y adaptarse mejor al cambio climático.
Es una tarea de todos, un trabajo en equipo que convoca a cada sector de la vida cotidiana a comprometerse con la reducción del riesgo de desastre.