La realización de una nueva edición de la Fiesta Nacional de la Vendimia obliga a realizar una reflexión sobre la situación en que se encuentra la industria vitivinícola, partiendo de la base de qué es lo que pasó, cuál es la situación actual y las expectativas para el futuro.
Es necesario reconocer que se trata de una actividad compleja, en razón de que conviven dos realidades: el antiguo esquema en el que tanto la producción como la elaboración contaban con una fuerte intervención del Estado y el más moderno y que brindó los mejores resultados, consistente en que el Gobierno no imponga trabas, facilite el trabajo y acompañe a la industria en el crecimiento. Debemos advertir también que no se trata de una actividad aislada sino que los problemas que la afectaron también tuvieron su efecto en el resto de las economías regionales.
El gran cambio en la industria se produjo en la década de 1990. El fuerte consumo interno -se llegaron a consumir hasta 90 litros anuales per cápita en 1960/70- generó que la industria priorizara la cantidad por sobre la calidad. Sin embargo, los cambios de hábitos de la población, sumados al ingreso masivo de bebidas sustitutas (algunos atribuyen también al fraccionamiento en origen) generaron que el consumo de vinos cayera considerablemente. Frente a ese nuevo panorama los industriales decidieron mirar hacia el mercado externo. El malbec abrió las puertas del mundo en base a su calidad excepcional, lo que motivó que se aceleraran la reconversión de viñedos y la incorporación de tecnología en bodegas. La industria se dio su propio plan estratégico a 20 años, que alcanzó sus objetivos cuando aún no cumplía la mitad de ese período, y de los pocos cientos de dólares que ingresaban por exportaciones se llegó en 2010 a superar los mil millones de dólares. Esa mejora en la calidad, elaborando los vinos que reclaman los mercados más exigentes, terminó favoreciendo también al consumidor local.
Políticas económicas erróneas implementadas a nivel nacional, como la aplicación de retenciones y un dólar desfasado respecto de la inflación interna, provocaron que los vinos argentinos dejaran de ser competitivos.
Desde 2011 hasta 2013 se dejó de crecer, se ingresó en una meseta y en los dos últimos años los números dieron en rojo. El gobierno nacional actual modificó la situación: eliminó las retenciones, dejó de lado el cepo al dólar que provocaba inconvenientes para importar insumos y produjo un tipo de cambio más competitivo. Decisiones que mejorarán la competitividad, aunque, también es dable advertirlo, la recuperación de mercados suele ser más lenta de lo que desean los industriales. De todos modos, las expectativas han cambiado y es el momento en que el Gobierno concurra en apoyo, a través de créditos blandos, de aquellos productores que deseen reconvertir sus viñedos hacia variedades más nobles y se produzca una mayor integración, que es una de las deudas pendientes. Restan aún algunos temas por resolver, como la necesidad de reducir los costos laborales (fundamental en una industria de mano de obra intensiva); ratificar por ley, no a través de un decreto, la derogación del impuesto al champán; apoyo para combatir la Lobesia botrana y también para establecer que las bebidas gaseosas se edulcoren con jugos naturales, lo que favorecería a la industria del mosto.
El Gobierno debe impulsar también un modelo que promueva el cambio, que deje de lado aquel antiguo modelo subsidiado, que esconde los problemas, para implementar un modelo sustentable. Para ello debe promover, a través de líneas de financiamiento, el apoyo a los productores para reconvertir los viñedos y acompañar en el cambio tecnológico a los industriales, de manera tal que puedan sumarse al cambio y elaborar los productos que requieren los mercados.