Cambio, adaptación, transformación, reciclado, reinserción, mutación, modificación, conversión, todas palabras que podemos usar casi como sinónimos o bien como matices de nuestra común expresión “reconversión”, cuando nos referimos a cambios en el ámbito de la vitivinicultura. Ésa es la consigna del presente.
No hay un único modelo a seguir, ni hay un modelo permanente, ni hay un mismo punto de partida. Sin embargo, reconocemos que hay dos aspectos de la producción de uvas y en consecuencia de la de vinos que a esta altura son insoslayables: la calidad y la productividad, como conceptos absolutamente compatibles en esta etapa de nuestra reconversión. Desde cualquier punto de partida, el acento en la calidad o la productividad o ambas a la vez, son necesarias para alcanzar un modelo económicamente sustentable, amigable con el ambiente y digno de disfrutarse.
La primera asunción es poner límites a la aparente contradicción entre ambos términos. Argentina tiene todas las herramientas y condiciones para alcanzar una mayor productividad sin detrimento de la calidad.
A principio de los noventa, fuertemente influidos por el modelo europeo, nos lanzamos a la más moderna de las variadas y sucesivas reconversiones de nuestros viñedos durante el siglo XX, colocando como valor supremo y excluyente a la calidad. Fue un gran despertar. No olvidemos que veníamos de una etapa, la de los años setenta, en la que el péndulo había ido al extremo de la productividad, en detrimento de la calidad. Se produjo en ese momento una gran expansión en la zona Este de Mendoza, San Juan, La Rioja y Catamarca. Diferimientos impositivos y exenciones fiscales por inversiones en zonas áridas alentaron esta etapa, a la vez que comenzaba la caída del consumo interno en litros por habitante, único destino por aquellos tiempos de nuestros vinos, caracterizada por la expansión de las uvas criollas y las, en aquel entonces, llamadas tintas B.
En esos años se erradicaron o reconvirtieron más de 20.000 hectáreas de nuestro después reivindicado malbec, en algunos casos por la expansión urbana y en otros por su baja productividad con causas aún a debatir. Así fue que con la reconversión de los ‘90 recuperar las variedades clásicas se hizo un imperativo, aunque el mismísimo malbec tuvo que esperar todavía una década más para que le llegara su hora. En estos primeros diez años iniciábamos nuestra “especialización” plantando cabernet sauvignon, merlot y hacia el final de la década, syrah y chardonnay haciéndonos eco de los éxitos que lograban otros países.
La calidad era el paradigma del momento a la vez que hacíamos nuestros primeros pininos en los mercados internacionales. ¿Quién no quería hacer un Gran Cru al estilo de Bordeaux o la Borgoña? ¿Quién no imaginaba un syrah a la australiana o un chardonnay californiano? ¡Gran momento! Se implantaron nuevos viñedos con pie americano y riego por goteo. Escuchábamos por primera vez la palabra “clones”; bodegas con frío, cavas con roble nuevo, francés o americano; intercambio profesional, inversores extranjeros, viajes, revistas especializadas, hasta premios internacionales. Nacíamos al mundo del vino y se gestaba una nueva etapa que nos pondría en un plano sobresaliente a nivel mundial con el despliegue de nuestro malbec.
Las resilientes viñas de malbec, que se habían “salvado” de la etapa anterior, empezaban a darnos gota a gota un producto sorprendente que rápidamente ocupó un lugar destacado. Cuando vinimos a darnos cuenta de que se vendía todo el vino que había, casi era tarde. Había que plantar a marchas forzadas todo el malbec posible.
A partir de 2003 no alcanzaban las plantas de los viveros. Ese año vendíamos, en nuestro vivero, alrededor de 20% de cabernet sauvignon, 15% de merlot y recién en tercer término aparecía nuestro malbec con 6% del total de plantas vendidas. Cuatro años después alcanzamos con el malbec el récord de producción con 68% del total de plantas injertadas, muy lejos el cabernet sauvignon y el merlot con el 2% cada una. Ésta es la fase “malbec” de nuestra “especialización” vitícola. A esta etapa la iniciamos con la consigna de no producir más de 80 quintales (QQ) por hectárea, axioma que parecía haberse instalado para siempre. Los que trabajábamos en selecciones de malbec, por entonces, buscábamos una genética de racimos pequeños, no mayores a 100 gramos, bayas pequeñas, no mayores a 1,5 gramo y baja fertilidad de yemas, no más de 1,5 racimo por yema. A partir de una media de 4.000 plantas por hectárea y 15 yemas por planta, estábamos en un clásico de 60.000 yemas por hectárea, por 1,5 (la fertilidad). Resultaban 90.000 racimos, por 100 gramos cada uno = 90 QQ.
Parecía un éxito completo. Se decía que no era posible superar esa barrera sin detrimento de la calidad. La ecuación precio de la uva – rendimientos era inamovible, en contraposición a las evidencias que año a año mostraban que aún con viñedos jóvenes y con la adopción de una nueva genética, sanidad y riego presurizado, se alcanzaban tan buenos o mejores resultados que con los viejos viñedos. Claro que no todos los viñedos que producían 90 QQ respondían a la misma ecuación ya que convivíamos con antiguas poblaciones de malbec con racimos promedio de 150 gramos; promedio entre racimos de 50 gramos y 250 gramos, que no es lo mismo que una selección en la que más del 80% de los racimos se encuentra en la media de 150 gramos. Los resultados son diametralmente opuestos, los vinos también. Se cumple acabadamente aquel precepto que dice: “Los defectos no se compensan, se acumulan”.
En nuevas plantaciones se fueron mostrando logros con rendimientos incrementales hasta alcanzar una aceptable relación entre costos e ingresos para el sector de la producción primaria. Algunas selecciones que habíamos descartado en esa primera etapa daban como resultado en las micro vinificaciones vinos típicos, de mucho color, alta concentración y estructura, con uvas provenientes de viñedos con racimos de 150 gramos, bayas de hasta 2 gramos y fertilidad de 2 racimos por yema.
Volviendo a las clásicas 60.000 yemas por hectárea, por la fertilidad de 2 racimos por yema, daban los 120.000 racimos, por los 150 gramos por racimo = 180 QQ. Estos rendimientos nos sorprendieron un poco al principio, pero ya con varios años han demostrado ser consistentes y confiables. Los malbec clonales franceses con un peso medio de racimo de 250 gramos, ya habían mostrado su capacidad para alcanzar rendimientos superiores a los 300 QQ, con una calidad muy aceptable para vinos de gama media. ¿Un descubrimiento nuevo de la genética? No, sólo que habíamos pasado por alto estos logros aferrados al viejo paradigma.
“Lo que natura non da, salamanca non presta”. Si la genética y la sanidad no tienen margen para aumentar la productividad, manteniendo o incrementando la calidad, ésta sólo se podrá mejorar a costa de la calidad. Es el caso de nuestros malbec resilientes de 60 QQ por hectárea, a los que creíamos que sólo con más yemas, con nitrógeno y agua podíamos llevar al doble de producción. En algunos casos se logró, pero con un gran sacrificio de la calidad.
En ese entonces entendíamos a los “recorredores” que ponían el precio de las uvas en función de rendimientos, cuando los incrementos de producción eran sólo “más agua”. Y no entendíamos a los “recorredores” cuando castigaban viñedos de alta gama sólo por su rendimiento superior, sin valorar otros factores clave como el equilibrio hoja/fruto, número de racimos, peso medio y homogeneidad de los mismos.
En los últimos tres o cuatro años se observan en la industria, señales claras en esta dirección. Es lo que podríamos llamar la fase de la “especialización”, que deberá profundizarse en adelante para todas las variedades con mercados expectantes y hasta para aquellas con mercados perdidos por su baja productividad actual.
Relanzar esta etapa requiere recursos económicos ingentes. Hoy los bolsillos exiguos y las limitaciones del crédito son sin duda la principal restricción para profundizar el cambio, pero ello no impide que se puedan aportar propuestas desde la industria viverística y direccionar razonadamente la no poca inversión que todavía se realiza en el sector.
Esta etapa podríamos considerarla continuidad de la iniciada en los ‘90. Se diferencia de esos años en la mirada sostenida sobre el componente de la productividad, aunque sin abandonar la calidad. Ahora es tiempo de que hagamos extensivo este aprendizaje, la “especialización”, a todos los productos de la viña, incluyendo las uvas para vinos básicos, varietales, premium, bases para espumantes, jugos y mostos concentrados. Ahora es el desafío para los “especialistas”.