Hace una semana, en esta misma columna, hacíamos alusión al oportuno llamado a la moderación que efectuaron los obispos argentinos a raíz de los hechos de violencia en las calles, represión policial incluida, que había generado el intento de debate legislativo del proyecto de reforma previsional impulsado por el gobierno nacional.
Precisamente, dicho editorial incluía la advertencia de la Iglesia luego de que los desbordes frente al Congreso derivaran en la no concreción de la sesión en la que se debía tratar la mencionada iniciativa.
Y el mensaje servía como recomendación para futuras convocatorias, ya que se daba por descontado que la insistencia legislativa por parte del oficialismo resultaba inminente en virtud de la importancia que para el actual gobierno tiene el plan de reformas encarado poco después de las elecciones de octubre.
En efecto, el lunes volvió a ser convocada la Cámara de Diputados para encarar un nuevo intento de debate y votación de la llamada reforma jubilatoria, con el aparente compromiso de los sectores políticos de desalentar cualquier actitud que pudiese fomentar la alteración del orden público.
El Estado puso lo suyo, acción judicial mediante, con una menor presencia policial frente al Congreso. Así, solo se esperaba de los sectores violentos del jueves anterior una respuesta acorde con el llamado a la cautela escuchado desde la Iglesia y desde la mayoría de los sectores sociales y políticos del país.
Lamentablemente, toda la expectativa puesta en una jornada de debate agitado, pero enriquecedor, y de reclamo y apoyo a la preocupación de los jubilados con respeto quedó sepultada en cuestión de horas por los desmanes, que no sólo destruyeron el espacio público y dejaron un elevado número de personas, incluidos muchos policías, con heridas de consideración, sino que llegaron a poner en riesgo la seguridad.
El número de policías sin armas de fuego en su poder dispuesto para controlar la manifestación fue vulnerado y humillado por un verdadero ejército de revoltosos e inadaptados capaces, si las circunstancias lo permitían, hasta de llegar al mismo palacio del Congreso para hacer valer su prepotencia y poner en riesgo las instituciones de la República.
Con acierto, medios colegas han expresado en estos días, luego de la triste imagen que dejó la Argentina al mundo el lunes, que no hay que descartar el debate de hasta dónde el Estado puede ser tolerante frente a quienes se manifiestan con intenciones evidentes de que lo que buscan es alterar el orden constitucional.
Quienes fueron responsables de los salvajes ataques deben ser juzgados con la correspondiente independencia judicial y sancionados con el rigor pertinente, como se ha dicho, por el daño físico causado y por el riesgo institucional en el que colocaron a la Argentina con su total desatino.
Están los que sostienen, con fundamentos respetables, que lo observado en las dos jornadas de violencia frente al Congreso alcanza el calificativo de delito de sedición, ya que esa suerte de alzamiento que protagonizaron miles de manifestantes valiéndose de todo tipo de objeto contundente para agredir a la policía e intimidar a quien los observara tuvo como objeto primordial impedir el tratamiento y aprobación de una ley que tenía consenso mayoritario previo en el ámbito legislativo.
Más allá de las lógicas y valederas dudas que todo cambio de reglas de juego genera en amplios sectores de la sociedad, se debe confiar en el disenso inicial y el consenso posterior para sustituir lo que no convence de un proyecto que el sistema democrático ofrece a la ciudadanía como garantía de ejercicio de la autoridad.
Eso se dio, en gran medida, en el abordaje de esta reforma que nos ocupa entre los sectores políticos que mayoritariamente condenaron la violencia y el chantaje.
Por eso los argentinos no podemos permitir que minorías agresivas y desestabilizantes se valgan de la prepotencia para descarrilar a un país que quiere enderezar el rumbo y discutir sus políticas en el marco del diálogo.