El dictado de la resolución Nº 23 por parte del presidente del Instituto Nacional de Vitivinicultura, reconociendo como vino el denominado Vino de la Costa, producido a partir de Vitis labrusca y no de Vitis vinífera, ha generado una significativa polémica en el sector.
Entiendo que esta problemática también abarca el análisis del alcance y límites de las atribuciones del presidente del Instituto, a la luz del marco normativo en el que sus decisiones se insertan.
La resolución Nº 23 se aparta de un principio básico de nuestra vitivinicultura: en nuestro país se considera vino a la bebida elaborada a partir de Vitis vinífera. Este principio, a pesar de su importancia, no ha sido consagrado por ley. No está contenido en la Ley de Vinos Nº 14.878, que data del año 1959, ni expresamente en las leyes que rigen la actividad y que se dictaron con posterioridad, aunque algunas lo suponen. Tal por ejemplo la Ley Nº 25.163 de Denominación de Origen.
En cambio, fue impuesto a nuestra industria por una norma de una jerarquía sustancialmente menor, la resolución Nº 71 dictada solo por el presidente y vicepresidente del Instituto Nacional de Vitivinicultura, en el año 1992, en el marco de la Reforma del Estado ordenada por la Ley Nº 23.696 y según lo establecido en el decreto de desregulación económica Nº 2.284/91.
Para entender cómo, en definitiva, una sola persona ha podido tomar decisiones tan relevantes para la industria de un modo tan solitario, debemos referir el contenido de las normas que rigen su competencia, contextualizando el momento político y económico en el que fueron dictadas.
Ocurre que el Instituto fue uno de los pocos organismos que sobrevivió al proceso de reforma del Estado, pero a cambio de modificar drásticamente sus funciones y su estructura. Así, el decreto de desregulación económica Nº 2.284/91 no solo limitó sus funciones a la fiscalización de la genuinidad de los productos vitivinícolas, sino que además suprimió el Consejo Directivo.
La consecuencia de tal supresión fue la concentración de todas las atribuciones contenidas en la ley, es decir “las reglamentarias” del Consejo y “las de representación” y “aplicación de la normativa” del presidente, en una sola persona: “el presidente del Instituto”.
Esto ha implicado en los hechos una suerte de intervención sine die (o sin tiempo), en la que la participación efectiva en el proceso de toma de decisión por parte de las provincias y de los distintos actores del mercado vitivinícola ha sido institucionalmente anulada.
Ha sido con ese poder que se dictó la resolución Nº 71 en el año 1992 y con ese poder que se la excepcionó al dictarse la resolución Nº 23 de 2013.
Así advertimos que el problema que presenta la Resolución Nº 23 no es solo el apartamiento de un principio básico de la industria, sino también que el presidente del INV pueda por sí mismo tomar tan importante decisión.
Es fácil advertir que, luego de más de veinte años, no subsisten los motivos que determinaron la disolución del Consejo Directivo y es difícil entender que no se haya podido o al menos intentado superar la precariedad institucional, signada por la emergencia de los noventa.
El dictado de la resolución Nº 23 ha puesto en evidencia una gran inconsistencia de nuestra legislación vitivinícola. También ha mostrado en toda su dimensión el poder del presidente del INV y la impotencia de los expertos y de los representantes del sector, que no han podido hacer oír sus voces de manera oportuna y eficaz.
Las opciones no son tantas ni tan complejas, simplemente hay que salir de la excepcionalidad permanente y volver a la vigencia de la institucionalidad, a tener una ley para cumplirla y no para violarla o “excepcionarla”.
Pero para eso es necesario entender que es la institucionalidad la que protege a todos los actores de la sociedad de la arbitrariedad.
Es necesario dejar de mirar para otro lado y animarse a hacer un cambio legislativo que proteja definitivamente el desarrollo que la industria vitivinícola ha sabido alcanzar luego de largos años.