Si hubo algo que sobresalió en la vitivinicultura argentina en las dos últimas décadas fue su capacidad de adaptarse a los cambios en el gusto de los consumidores. Es que durante muchas décadas la vitivinicultura se movió con la mira puesta en el gran mercado consumidor nacional.
El consumo per cápita, que llegó a 90 litros anuales en la década de 1970, determinaba que se priorizara el vino genérico por sobre el de calidad y las uvas “francesas” (cabernet, malbec, merlot) eran elaboradas -salvo excepciones- junto con las “mezclas” (cerezas, criollas, etc.). Al pensar más en la cantidad que en la calidad, en épocas de cosechas excepcionales el sobrestock generaba graves problemas, que eran afrontados por todos los mendocinos a través de la bodega estatal Giol.
La regulación se producía a través de medidas como los bloques, los prorrateos o las cupificaciones y hubo épocas duras que provocaron la erradicación de 100 mil hectáreas de viñedos.
El gran cambio se produjo en la segunda parte de la década de 1980. La bodega del Estado fue entregada a los propios productores para que sea manejada como cooperativa, mientras desde el Gobierno provincial se incentivó la salida al exterior para generar exportaciones que permitieran actuar a modo de regulador. Los resultados fueron inmediatos.
El malbec sorprendió por su calidad en las ferias internacionales, mientras el torrontés se posicionaba como novedad entre los blancos. Así entonces, mientras el consumo per cápita en el mercado interno caía por distintos factores, las exportaciones tuvieron un crecimiento exponencial.
Esa adaptación a los mercados externos no fue gratuita. Debieron reconvertirse viñedos en la búsqueda de variedades más nobles, se incorporó tecnología de punta en bodegas y los enólogos y profesionales viajaron al exterior para interiorizarse de los gustos de los consumidores, y así el vino argentino ganó mercados como nunca antes “El gran cambio fue en la mentalidad. De elaborar los vinos que a nosotros nos gustaban, pasamos a hacer los vinos que requería el mercado”, resumió uno de los enólogos más importantes de la provincia.
Así, de los vinos gruesos, con mucho cuerpo, a los que estaba acostumbrado el consumidor argentino en los de alta gama, se pasó a otros más suaves, con mayor vivacidad en color y donde sobresalen los aromas y la suavidad en boca.
Además, ese cambio en la elaboración de los vinos terminó favoreciendo también a los argentinos amantes de ellos, porque fueron más exigentes en su elección y en muchos de los casos eligieron consumir menos, pero de mayor calidad.
El vino tradicional se ha insertado muy bien en el público mayor y entre los jóvenes, pero, al decir de los bodegueros, es necesario consolidar esa situación con miras a futuro. Es por ello que, con buen criterio, se ha considerado desde los ámbitos oficiales la posibilidad de permitir que las bodegas elaboren vinos con menor contenido alcohólico, que pueden adaptarse mejor a la vida moderna, manteniendo por supuesto la base del vino tradicional como fuerte de la industria.
Hasta no hace mucho tiempo, el grave problema que se planteaba para permitir esa perforación del piso del grado alcohólico se centraba en la fiscalización. Sin embargo se han dado dos aspectos que se conjugan perfectamente en los últimos años: una industria que ha madurado y la incorporación de tecnología de punta que permite un control estricto de los caldos que se elaboran. Una iniciativa interesante que es de esperar rinda los frutos esperados para bien de la industria.
