Cuando yo llegué a Mendoza por primera vez, no conocía la montaña. Era noviembre y tomé un ómnibus llamado “camello”, de la alta tecnología de la época: tenía asientos reclinables y todo.
Venía dormido cuando el micro paró a la vera del camino en la antigua ruta 7, antes de San Martín, frente a una casita humilde con un eucaliptus ostentoso. Entonces me desperté y ¿qué vi?: una viña color esmeralda que se extendía hacia el Oeste, en todo su esplendor.
Detrás de la viña una pared de álamos enhiestos apuntándole al cielo y, detrás de ellos, el Cordón del Plata nevado. Una maravilla. Me pregunté entonces: ¿se dará cuenta esta gente lo fantástico que tiene como telón de fondo? Aún me lo sigo preguntando.
Conocía algunos lugares de Mendoza por fotos, por supuesto. El Aconcagua y su inmensidad; el cerro de la Gloria con toda la historia que encerraba y el Hotel de Villavicencio, enclavado en un valle, entre cerros, rodeado de verde y de altura. Esa imagen que después se hizo famosa como isotipo de una marca de agua mineral.
Cuando yo llegué a Mendoza se hablaba de tres cosas que quedaron en mi memoria: el Dique los Blancos, la refacción de la Ruta 40 y la recuperación del hotel de Villavicencio. Al parecer una de las tres se está concretando porque están avanzados los trabajos de refacción de esa construcción que es un ícono de la provincia.
Bien por eso.
Debe su nombre al capitán canario Joseph Villavicencio que allá por 1680 descubre minas de oro y de plata a pocos kilómetros del actual hotel. Por ahí pasó la principal ruta de comunicación con Chile y en la precaria casa que albergaba humildemente al viajero, tuvo su descanso nada más y nada menos que Charles Darwin.
Después vino el hotel y el aprovechamiento de las termas. Un caño de agua iba de las vertientes de los manantiales hasta nuestra ciudad y desde ahí se distribuia en botellas de vidrio a distintos lugares del país. Villavicencio comenzaba a ser famosa.
Ocurrió en 1934 el gran aluvión que afectó a Cacheuta e inhabilitó el Tren Trasandino. Entonces fue reactivada la ruta 7 cuya traza pasaba por Villavicencio y se construyeron los famosos caracoles para poder llegar a Uspallata, que tienen la característica de tener 365 curvas, salvo en año bisiesto. Entonces se construyó el gran hotel que era lujoso en su época y destino de los pitucos de Mendoza.
Después se creó la Reserva Natural Villavicencio pero el abandono pobló los hasta entonces fiesteros salones del gigante. Está ubicado a la vera de uno de los caminos más interesantes de Mendoza, si no el más: el que une precisamente Villavicencio con Uspallata y que nos acerca a El Mirador, a más de 2.000 metros de altura; al Balcón, una aproximación aventurada a un gran precipicio; a los Campos de Darwin, por donde anduvo el padre de la teoría evolucionista descubriendo fósiles de araucarias de hace millones de años; a El Paramillo, lugar de máxima altura de la precordillera; a las Minas de Paramillos, con sus historias de misterio y de espanto; a la Ciudad Fantasma, restos de lo que alguna vez fue un establecimiento minero muy importante; y más adelante, casi llegando a la Villa de Uspallata, a El Tunduqueral, donde aún pueden apreciarse grabados antiquísimos de los pueblos originarios que poblaron la zona.
Recorrer ese camino es una suma de emociones y ahora se le agrega el atractivo de un hotel que, lentamente, vuelve a ser lo que era. Sorpresas te da la vida, dice Rubén Blades, pues no deja de ser ésta una grata sorpresa. A ver si en cualquier momento comienzan a hacer el Dique Los Blancos y a arreglar la ruta 7. Sería como llenar la boca a los escépticos que hace decenas de años vienen escuchando lo mismo.