No soy de los tipos que aman demasiado viajar. Soy de aquellos a quienes después de unos días les dan ganas de volver.
El viaje que voy a relatar fue hace dos años, a Neuquén, a un pueblo todavía poco conocido, institucionalizado como tal recién en la década de los 90, llamado Villa Pehuenia, frente al lago Aluminé. Como animal urbano, conmigo funciona la frase "La calma desespera". No sabía cuánto me podrían afectar unos días sumergido en aquellos silencios y paisajes avasallantes, pero allá fuimos con mi esposa y mi hijita.
Villa Pehuenia queda a unos 300 kilómetros al Oeste de la capital neuquina. El cemento se termina en Zapala y el resto son 150 kilómetros de caminos serpenteantes y de piedras, bastante incómodo para autos que no son 4x4. Cuando fui, no había conexión a Internet, sólo tenían un mínimo bar para ir a tomar algo en la noche y los caminos eran todos de tierra.
Parecía congelado en un tiempo sin el avance de la tecnología, ni de la explosión de turistas.
El lugar es mágico. Los bosques de coihues, pehuenes y araucarias dicen que inspiraron las leyendas de los peques, los duendes patagónicos de la serie de dibujos animados, y el color del agua tiene un celeste que parece arreglado con Fotoshop. Es un lugar realmente increíble, incluso para mí que soy medio anti-naturaleza.
Los principales lugares turísticos de Pehuenia están administrados por la comunidad mapuche de la zona y tienen armados varios circuitos para recorrer como la periferia del imponente volcán Batea Mahuida y los alrededores del río Aluminé. También se puede navegar por el lago y visitar por el día varias de las pequeñas islas. También está muy cerca el cruce cordillerano a Chile llamado Icalma, un paso que ha estimulado el crecimiento de la villa.
Con esa calma muy pintoresca, ese paisaje arrollador, Villa Pehuenia es un secreto a punto de estallar, aunque espero que lleve más tiempo así como la conocí con una infraestructura mínima, con sus calles de tierra y su silencio tecnológico.
Al volver, a cuarenta kilómetros de Zapala se nos pinchó un neumático. El repuesto estaba algo desinflado -no lo había revisado-. Unos minutos después el auxilio también se pinchó. Varados al mediodía, con un viento patagónico huracanado, sin señal de celular, sólo podíamos contar con la solidaridad de los autos que pasaran. Uno nos señaló un cartel de gomería unos kilómetros atrás pero al llegar allí un señor nos dijo que "recién la semana que viene se iba a inaugurar". Mala suerte. Finalmente, una familia me sugirió llevarme hasta Zapala con el repuesto. Una vez arreglado debía regresar.
¿Cómo? El gomero convenció a su hermana de que me llevara hasta donde estaba mi auto. Unas horas más tarde, mi mujer y mi hija, aisladas y preocupadas, me vieron llegar en un auto 0 KM con una chica muy guapa como chofer. Fue como una escena de publicidad.