En la Argentina de principios del siglo pasado la promoción del consumo de vino fue un tópico de reflexión con el que se cruzaron temas del orden público como la vagancia y la peligrosidad de los pobres y la reforma de sus hábitos y costumbres intentada por socialistas y anarquistas.
Las posiciones de la época que aquí sucintamente recuperamos, parecían discutir cuántos eran los vasos de vino que lo transformaban de un alimento a un vicio y cuándo pasaba de ser un problema privado a uno público.
Los beneficios del vino, hoy declarado bebida nacional, y su percepción como enfermedad social, convivieron en el discurso de aquella época, aunque reaparecen en momentos de crisis.
El desarrollo de la vitivinicultura, sus avances y retrocesos y las propuestas de aumento del consumo como salida a las crisis excedentarias, ya preocupaban al Estado y a algunos expertos y técnicos desde los albores del siglo XX.
Si de los ingresos de la industria dependía gran parte del funcionamiento del Estado provincial, si esta actividad había tenido un crecimiento "inarmónico" en relación a la demanda, ¿cómo hacer crecer al consumo dentro de un contexto en el que hasta las propias organizaciones obreras decían a los trabajadores que el alcoholismo impedía liberarse del "yugo burgués" y que les haría engendrar hijos degenerados? ¿Era el vino un alimento o un vicio?
Las condiciones de inestabilidad de los trabajadores, agudizadas durante la crisis del 90, llevaron a los sectores dominantes a afinar las formas de control en el seno de la sociedad con cambios tan profundos vinculados al prolongado impacto edilicio del terremoto de 1861 y a los cambios demográficos posteriores.
En estrecha vinculación con otras enfermedades y epidemias, con la falta de viviendas, el hacinamiento habitacional y la falta de agua potable, otro de los problemas a atender fue la ebriedad.
La salud pública fue extendiendo sus límites y la “mala vida” en la Argentina del progreso se fue vinculando al alcoholismo, a la vagancia, a los malos hábitos higiénicos y a un número variado de problemas sociales como la falta de vivienda, la salud pública, la desocupación, la enfermedad, la prostitución y la criminalidad urbana.
"El desarrollo de la vitivinicultura, sus avances y retrocesos y las propuestas de aumento del consumo como salida a las crisis excedentarias, ya preocupaban al Estado y a algunos expertos y técnicos desde los albores del siglo XX".
Muchos de ellos se vincularon a la pobreza y a las consecuencias no deseadas del crisol de razas. Expertos, profesionales y políticos, muchos de ellos impregnados de las ideas higienistas y sanitaristas en boga en Europa, se insertaron en las agencias del Estado y ensayaron y pusieron dispositivos para reglamentar e intervenir en las ciudades, proceso que se dio también en Mendoza.
Por otro lado, la producción y circulación de bienes a escala industrial, unidas al crecimiento demográfico y al aumento del poder adquisitivo de los sectores populares, contribuyeron a la conformación de una sociedad de consumo que fue uno de los pilares de la modernización del país entre finales del siglo XIX y principios del XX, beneficiada por los cambios en los medios de comunicación y transporte.
Entre los bienes que sufrieron una explosión en su consumo estuvo el vino. El ferrocarril, que llegó a Mendoza en 1885, conectó a las zonas productivas con el mercado interno, ampliado por la llegada masiva de inmigrantes, en su mayoría adultos de origen mediterráneo y sexo masculino, acostumbrados al vino en su dieta diaria.
¿Cómo eran los vinos mendocinos?
En general, de escasa calidad. El técnico Pedro Arata los caracterizó en 1903 como “muy gruesos, de mucho color, de alta graduación alcohólica...” Pareciera que el gusto no era importante y que los consumidores sólo querían que el vino fuera abundante y barato. Siguiendo a la demanda, la prioridad de los industriales, era producir mucho vino y sobre todo "pronto".
Los vinos adulterados con distintas sustancias y generalmente con agua, constituían una verdadera competencia del buen vino, así como los artificiales, las bebidas destiladas y la cerveza, cuyo consumo desde 1902 había crecido, salvo en el período de la guerra por problemas de importación de lúpulo.
Alejandro Bunge, en relación a la cerveza, cuya ingesta no superaba los 18 litros, sostuvo que se trató de una sustitución de consumo, fomentada por una eficaz propaganda y por los precios y la calidad estable.
El consumo de bebidas destiladas no tenía mucha relevancia en el país y, para este especialista, representaba alrededor de 6 litros per cápita en 1903, oscilando en esos valores en los años posteriores: los cocktails habían sido desalojados por el vino, aunque algunos licores estaban vinculados a tradiciones culturales de los inmigrantes.
Los consumidores de vino eran los sectores medios y populares que conformaban la mayor parte del mercado doméstico. Se trataba de una demanda no segmentada que requería vino suficiente y barato.