Viena toca una que sabemos todos

Referente mundial de la música clásica, la antigua capital del Imperio austrohúngaro despliega un patrimonio arquitectónico de antología. La elegancia y beldades del casco histórico y el colorido de las barriadas.

Viena toca una que sabemos todos
Viena toca una que sabemos todos

Danzando. Así se mueve el viajero por Viena, al son de violines que sólo habitan en su cabeza. Luego surgen los trombones, el clarinete, los contrabajos, el tambor, y el vals mental se torna trepidante y poético.

El Strauss que cada mortal lleva dentro revuelve sus cabellos, saca exquisiteces y valor en las melodías, y hasta las estatuas monumentales se suman al concilio.

Esos y otros fenómenos paranormales ocurren cuando se tocan las fibras íntimas de una de las capitales mundiales de la música clásica. Urbe prodigiosa en auras y en concretos, los de un patrimonio arquitectónico notable.

El legado viene de antaño, de tiempos en que las calles con aroma a bombones formaban la cabecera del Imperio Austrohúngaro, y los Habsburgo delineaban primores desde tronos de terciopelo.

Ellos también disfrutaban de un Mozart, de un Schubert, de un Beethoven, y se ve que la inspiración les hizo bien a todos, porque el pacto que firmaron embelleció a una ciudad que es pura armonía.


Barroco y onírico
De ámbitos anteriores llegan hombres de carne y hueso disfrazados con pelucas blancas y rizadas, calzas y zapatos con hebilla. Son los que venden tours y paseos en carruajes tirados por caballos, réplicas exactas del siglo XIX. Es obvio que alguien cree que hace falta esa parafernalia para colocar al visitante en sueños, aun cuando desde el principio quedó claro que no.

¿O acaso no se percataron de lo que hay enfrente? Un complejo urbano ignorante de los falsos atuendos, tremendo el caudal de maravillas en cemento que solito transporta a los dulces del ayer.

Los tonos son pastel, prístinos semblantes de obras que van una pegada a la otra, en seguidilla hecha por artistas con buen cincel. El barroco de capataz, imprimiéndole lo suyo a las casonas del centro y a los palacios que le sirven de centinela.

Así de atrapante el cuadro, el primer baluarte que salta a la vista es el Palacio de Hofsburg, otrora residencia de los Habsburgo. Máximo emblema de Viena, comanda un casco histórico desenvuelto entre anchos espacios y movimiento tenue, como si las musas se hubieran alineado para permitir placeres extra.

Amplios los alrededores del sector, con la Plaza de los Héroes, los Jardines de Teresa y el Volksgarten (Jardín del Pueblo), forjando el núcleo verde y público, cinturas preñadas de delicias arquitectónicas las que luce.

Cantidad de pompa en la situación: césped al ras, alfombras de hormigón, plantas multicolores y ligustrines. Las estatuas de reyes y príncipes son las mismas que antes: lúdicas, simulaban bailes con el foráneo.

Y lo vuelven a hacer ahora, minutos en que se despliegan el Teatro Imperial de la Corte, la Ópera Estatal, el Musikverein… todos estandartes de la música clásica, donde además de los locales Mozart, Strauss (padre e hijo) y Schubert, encumbraron carreras Chopin, Beethoven y Tchaikovsky, (entre muchos otros), y hoy reparten talento los Niños Cantores y los integrantes de la prestigiosa Orquesta Filarmónica de Viena.

Aquellas sinfonías, salidas de algún misterio, continúan agasajando la experiencia y los pasos que, ya cancheros, van a dar con el Parlamento, y con dos joyitas del gótico: la colosal Catedral de San Esteban (siglo XII) y el Ayuntamiento.

Más alejados, los palacios y jardines de Schönbrunn y Balverde (con muestras impactantes) retoman el cauce de lo monárquico y lo sublime.


Allende el centro
Afuera de la pura "Parte Vieja", los tranvías modernos muestran fidelidad al reloj. "13.38", dice el horario, y 13.38 arriba el convoy. La puntualidad y la perfección germánica al servicio de la anécdota.

Las vistas que arroja el trayecto hablan de más edificios en un solo tempo, seis pisos de elegancia terminados en tejas y altillo. Y es que en Viena, a diferencia de capitales imperiales de la región como Praga o Budapest, lo majestuoso no es propiedad exclusiva del área turística.

Buena la oportunidad para rumiar las veredas, tantearles el semblante parco y tímido de los dueños de casa, muy pertrechados ellos con sus sacos, camperones y bufandas.

Las mismas caras y el mismo ambiente a reflexión ocupan los típicos cafés vieneses, íconos de la metrópoli donde relucen pocillos y deliciosas tartas dulces, se conversa a dos por hora, y se contempla la vida como a una maraña de cosas inexplicables (en las mesas de mármol, sendos pensamientos tuvo Sigmund Freud, padre del psicoanálisis e hijo pródigo de la ciudad).

Menos ceñudos andan los rostros en las noches, cuando la bohemia local se despierta en bares y cantinas de los suburbios. Bandas en vivo, cerveza y otras hierbas que también ayudan a discutir de política, de arte, de filosofía, en una costumbre de intelectualidad cuyos inicios se remontan a cientos de años atrás.

En el asunto, en la obsesión parroquiana por la cultura, algo debe tener que ver la música clásica. Ésa que en Viena, imitando a la corriente del vecino Danubio, nunca deja de quedarse.

La traza de los turcos

Al igual que las grandes urbes de Europa, Viena está repleta de inmigrantes. Un fenómeno que se aceleró con el devenir de las últimas décadas, y que provocó la llegada masiva de personas de todo el mundo (se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la metrópoli es nacido fuera del país). El tema es motivo de debate permanente, y ha generado importantes pugnas en el Parlamento y en los hogares de Austria.

Los grupos de extranjeros con mayor presencia provienen del área de los Balcanes (Serbia,  Bosnia, Albania, etcétera) y fundamentalmente de Turquía: En algunas barriadas, hasta el 60% de los vecinos son oriundos del ex Imperio Otomano. Aunque también en el centro se nota la influencia.

Por las arterias aledañas al casco histórico, sobran mujeres con el pelo cubierto por pañuelos, y los famosos puestos de Kebab. Estos sirven diferentes platos hechos con carne de vaca y de pollo, la cual se cocina en un rollo gigante, especie de spiedo vertical.

Los favoritos son los “Doner”, sandwiches de carne en pan de pita (o “árabe”), aderezados con ensaladas y salsa de yogur. Una deliciosa comida rápida que conquistó paladares y bolsillos a lo largo y ancho del viejo continente.

Más muestras del ascendente turco se encuentran en los mercados de pulgas, distribuidos por toda la capital. Allí, la gala vienesa se hace definitivamente de lado, dejando lugar a baratijas de la más impensada diversidad, desordenadamente apostadas sobre sábanas o en el suelo pelado.

Sobresalientes entre la multitud, hombres de tez morena y grandes bigotes ofrecen la mercadería a los gritos, en varios idiomas. Poco saben del barroco y de los Habsburgo, y mucho de las artes del vender.

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