No sé por qué recuerdo bien ese día: fue el 13 de setiembre, dos días después de los atentados terroristas en Estados Unidos. Estaba de viaje por La Paz, la capital de Bolivia. En aquel momento, era un artista callejero y recogíamos unos morlacos haciendo malabares en los semáforos junto con dos amigos mendocinos y nómades que nos autodenominábamos los "Los 3 Mi", es decir, Emilio Rodaro, Emiliano Morales y yo.
Mientras actuábamos se nos frenó una lujosa camioneta 4x4 conducida por una chica que nos quería contratar para animar una fiesta de cumpleaños en un pueblo cerca de la capital. Acordamos un trato que incluía transporte ida y vuelta y comida, a Coroico, un pueblo a 90 kilómetros de la capital, conocida como la zona de Las Yungas.
Obviamente, aceptamos de inmediato. Lo que ignorábamos hasta ese momento era que a este camino le llamaban "la ruta de la muerte". Mientras subíamos en unas combis diminutas pero de doble tracción, nuestros compañeros de asientos comenzaron a contarnos historias de este peligroso recorrido que serpenteaba precipicios de pesadilla por un sendero de ripio de una sola mano que en algunos tramos no superan los tres metros de ancho y sin un guardarrieles. Si uno fallaba en los cálculos, si uno no volanteaba a tiempo, o si no frenaba cuando aparecía de repente un vehículo de frente, caía al abismo.
De hecho, hacía seis años atrás, en 1995, el Banco Interamericano de Desarrollo la bautizó como "el camino más peligroso del mundo", donde morían cien personas y se producían más de 200 accidentes graves por año.
Nos enteramos que esta carretera había sido construida por mano de obra esclava de prisioneros paraguayos durante la Guerra del Chaco, en 1930 y hasta esos años, era una de las pocas rutas que conectaban la selva amazónica del norte del país, con La Paz. Pero cuando hicimos esa senda no teníamos ni idea. Nos desayunamos ahí, mientras subíamos bordeando increíbles cornisas.
Cuando el camino se estrechaba arruinado por derrumbes, teníamos que salir de la combi y empujarla entre todos para que consiguiera alinearse otra vez. En un momento, luego de cruzar por debajo de una cascada, nos cruzamos con un grupo de pasajeros varados porque su camioneta se había caído a un precipicio, afortunadamente, vacía.
Fueron cinco interminables horas de viaje. Era loco: las vistas eran sencillamente espectaculares pero el camino te podía matar si dabas un paso en falso, por lo que tenías que viajar concentrado, intentando dejar al paisaje en segundo plano.
En ciertos tramos, el chofer sacaba unos maderones rectos del techo y reemplazaba el faltante de ruta y hacía pasar la rueda por ahí, sobre el precipicio. Si había un mínimo volantazo errado, la camioneta se caía.
El camino llega a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar y luego baja de desnivel completando 64 km de recorrido.
Finalmente llegamos. Los pobladores de la bella y colonial Coroico son descendientes de los africanos esclavizados que trabajaron en las minas del Alto Perú y lo primero que te sorprende es ver a mujeres de color vestidas como cholitas. Allí se formó el Movimiento Cultural Negro.
En el caserón donde actuamos, había tanto lujo que incluso tenía en el patio un helipuerto.
Nos había gustado tanto Coroico que nos quedamos dando vueltas tres días por las selvas cercanas y dormimos a la intemperie, cobijados por una familia indígena que no hablaba español.
Al tercer día, nos cruzamos con unas chicas cordobesas en la plaza. Dos de ellas eran miembros de la banda De Boca en Boca y nos ofrecieron volver con ellas en un auto de alquiler.