Hace un año, el 22 de agosto de 2017, arrancábamos nuestro viaje por América.
Lo empezamos yendo con dos mochilas a Santiago de Chile. Allí nos tomamos un avión que atravesaría el continente y nos dejaría en una punta recóndita del Canadá. Elegimos el Aeropuerto de St. John's, el más oriental de América del Norte, desde donde volveríamos de a poco por tierra... visitando, conociendo, aprendiendo.
En Canadá pude además realizar una visita a mis tíos y primos de Quebec. Nos recibieron con brazos abiertos, nos convidaron asado y vino mendocino y nos mostraron cómo es la vida allá. También nos tomamos el tiempo necesario para elegir y comprar un vehículo apto para nuestro viaje -una camioneta Ford 4x4- y acondicionarlo para vivir en él.
Al día de hoy hemos atravesado 13 países y hemos recorrido 40.000 km por tierra. Hemos hecho además tres viajes en ferry y tuvimos que embarcar la camioneta en un container para atravesar el estrecho de Darién entre Panamá y Colombia, el único tramo de continente que carece de la Ruta Panamericana.
Compramos el vehículo hablando nuestro pobre francés, atravesamos Estados Unidos defendiéndonos con nuestro inglés y cuando pensábamos que sólo necesitaríamos el español sufrimos un golpe de realidad al transitar tierras en las que las lenguas mayas y quechuas siguen vivas y son de uso cotidiano, donde la lengua de Castilla es la del turista.
Hemos admirado maravillosos paisajes de mar y de montaña. Pudimos ver ruinas de las culturas Inca, Maya, Moche, Azteca y Pueblo. Hemos visto mapaches, armadillos, alces, ciervos, osos, monos capuchinos y aulladores, caimanes, guacamayos, tucanes, iguanas, llamas y más especies antes desconocidas para nosotros.
Pudimos transitar la emblemática Ruta 66, ver el muro entre México y Estados Unidos y conocer las ruinas de Teotihuacán y Chichen Itzá. Visitamos el imponente Canal de Panamá, cruzamos la línea del Ecuador, navegamos el Amazonas y en estos días hemos llegado al legendario Machu Picchu.
Nuestros paladares han sido deleitados con comidas típicas de cada lugar que transitamos. Nos habituamos a comer con las manos alimentos de campaña como tacos, luego pupusas, luego arepas y por último empanadas.
Descubrimos que alimentarse de frutas puede resultar una experiencia fascinante y totalmente diferente a la que conocíamos de Argentina.
Del mismo modo hemos aprendido a vivir con mucho menos. Hoy sabemos que con arroz y porotos y algo de inventiva se puede comer perfectamente bien por varios días mientras ahorramos un poco de dinero.
Hicimos un voluntariado viviendo dos semanas en una granja autosustentable en Michoacán (México) bebiendo agua de lluvia, alimentándonos de la producción local y cocinando a leña.
Nos tocó vivir en nuestro vehículo. Aprendimos a considerar la camioneta como nuestro hogar y hoy somos mucho menos pretenciosos con respecto a lo que una casa debe ser y a su vez estamos muy agradecidos por la humilde vivienda rodante que nos aloja y nos transporta, que no ha dejado de darnos alegrías durante el viaje.
Hemos aprendido también a valorar lo mucho y lo poco que tenemos, que una ducha caliente es un lujo, que toda comida debe ser agradecida y que estar sanos es un regalo de cada día.
No hemos tenido más que experiencias positivas con las personas que fuimos conociendo. En el camino aprendimos que entre los viajeros existe un código, una especie de comunidad masiva invisible, y cuando nos cruzamos siempre estamos dispuestos a conversar un rato compartiendo experiencias, intercambiando recomendaciones para el trayecto que sigue y dando una mano con lo que sea que pueda necesitar el otro.
Hemos tenido la suerte de conocer personas bellísimas en el camino. Recuerdo con mucho cariño por ejemplo a los hermanos Olivas, pescadores de langosta de un pequeño y humilde pueblo de Baja California Sur, México. Los conocimos una mañana en la playa cuando regresaban de una jornada de trabajo en el mar. Se interesaron por nuestro viaje y nosotros por su actividad y luego de conversar varios minutos nos obsequiaron dos langostas recién sacadas del mar -habían salido un poco lastimadas y no las podían exportar porque no llegarían vivas a su destino en Japón.
Aún incrédulos, pues veníamos ahorrando cada centavo y de repente teníamos como almuerzo una comida de lujo, y sin terminar de agradecerles, nos invitaron a salir en su lancha al día siguiente para vivir un verdadero día de pesca. Accedimos gustosos y así pudimos compartir una jornada de trabajo entre charlas y risas, después de la cual nos invitaron a su casa para el desayuno. Allí nos presentaron al resto de su familia, que nos recibió con la misma calidez y como si todo lo que habíamos compartido hubiera sido poco nos contaron que estaban preparando un gran festejo para los 60 años de casados de sus padres agregando: “Estaríamos encantados de que fueran parte de ese festejo”.
Comunidad trashumante
Esta experiencia es una más entre otras tantas igual de bellas, como en Panamá, donde compartimos tres semanas en un bar de playa perteneciente a una familia de venezolanos expatriados que nos alojaron a nosotros y a otros tres vehículos de viajeros argentinos; o luego en Colombia, con la gran comunidad trashumante que se formó en "El Laguito" de Cartagena de Indias.
Los viajeros nos enseñaron que se puede viajar como fuere. Con ahorros o trabajando en el camino. Solos, en pareja o con familia. Dos personas en una gran casa rodante o cinco apretadas en una combi. Con perros y gatos o esperando hijos. Cada uno hace el viaje a su manera y lo que unos consideran obstáculos para otros es una motivación y un desafío, parte fundamental de la aventura.
Me quedó grabada una frase de uno de esos viajeros. Un problema que tuvo lo dejó sin un solo peso. Comenzaba a pensar "bueno, ya está, se terminó el viaje" cuando recibió de otro viajero la mejor frase inspiradora: "Cuando te quedás sin plata, amigo, es cuando el viaje comienza de verdad". Esto nos lo contó en Colombia y hoy está en México, desde donde continúa sin pausa y sin prisa con rumbo norte.
Para concretar este proyecto nos tomamos poco más de un año sabático. Renunciamos a nuestros trabajos, perdimos nuestra continuidad laboral y dejamos de lado promesas como “un pronto ascenso” y “oportunidad de crecimiento”. El llegar sin un trabajo, en el contexto que atraviesa el país, nos llena de incertidumbres. Cuando volvamos, no estaremos en la mejor situación, habremos agotado nuestros ahorros y puede que nos cueste conseguir empleo por haber estado fuera del mercado todo este tiempo.
Ya estamos cerca del fin del periplo, en unos meses volveremos a nuestra Mendoza natal. Todo lo que hemos aprendido y crecido será parte de nuestras vidas para siempre. Sin embargo, si tuviera que destacar una sola cosa de todas las vividas, no sería ninguna de las que he mencionado. Lo más importante es haber aprendido que viajar vale la pena.