El llamado proyecto “bolivariano” ubicado dentro del aún más ambicioso “socialismo del siglo XXI” encarnado por Hugo Chávez y su chavismo en Venezuela, nunca dejó de ser una fantasía imposible de concretar, que tras la falsa ilusión de expresar una izquierda liberadora y moderna, sólo haría implosionar a ese tan importante país de América Latina, hasta tornarlo prácticamente inviable como hoy observamos todos con estupor y con dolor.
Desde el principio, en vez de abrirse al mundo desde posturas nacionales y propias, lo que hizo fue exarcerbar nacionalismos chauvinistas para encerrarse en el continente, abriendo incluso grietas insolubles entre los gobiernos que apoyaban sus políticas concretas y aquellos que se diferenciaban de las mismas. Como todo populismo, ya sea este de izquierda o derecha que lo mismo da, fue aislacionista, extremista y xenófobo.
Hoy Venezuela es un gigantesco drama humanitario que cobija en sus entrañas a un pueblo atormentado que ve como única alternativa el exilio externo, la larga y triste marcha hacia los países vecinos para por lo menos conseguir el pan para ellos y para los familiares que no pueden huir del fanatismo bolivariano, hoy conducido por un secuaz de Chávez, Nicolás Maduro, que ha llevado la represión del pueblo a extremos a los que sólo habían llegado las dictaduras y jamás un gobierno elegido democráticamente.
En un principio fueron los gobiernos latinoamericanos que no comulgaban con sus principios ideológicos los que comenzaron a pedir la renuncia del gobierno de Maduro producto de un colosal fraude electoral y de un avasallamiento total de todas las instituciones republicanas que alguna vez tuvieron en Venezuela la expresión de una de las mejores, sino la mejor, democracia latinoamericana.
En ese entonces, los gobiernos de simpatías populistas o izquierdistas de la región no se animaron a romper con el colosal fraude bolivariano por prejuicios ideológicos aunque en el fondo todos sabían lo indefendible de la situación. Que no estaban defendiendo a un gobierno popular sino a una satrapía disfrazada de ello.
Fue entonces cuando una mujer que había sido presidenta socialista de Chile, Michelle Bachelet, desde el cargo que hoy ocupa de Alta Comisionada de las Naciones Unidas por los Derecho Humanos, llevó a cabo una profundísima y objetiva investigación sobre lo que realmente ocurría en Venezuela, asistiendo en directo a su comprobación y hablando con todos los actores del drama político y social.
El informe que Bachelet produjo fue lapidario para el régimen bolivariano, estableciéndose en varios miles los muertos por la represión gubernamental además de describir con lujo de detalles el desmadre de la situación que le impide a prácticamente todo un pueblo contar con las necesidades básicas satisfechas, que los tiene sumidos en una inseguridad colosal que produce otros miles de muertos por año y cuya economía ha alcanzado una inflación anual que en estos momentos la supera la cifra impensable del 175.000% anual.
A partir de esa evidencia, algunos antiguos defensores de la democracia populista devenida en dictadura comenzaron a admitir lo que era imposible ignorar. Fue así que el candidato presidencial por el peronismo en la Argentina, Alberto Fernández y el expresidente de Uruguay por el Frente Amplio, José Mujica, empezaron a admitir el carácter cuando menos autoritario, por decir poco, de este fallido sistema político. Ante lo cual Maduro reaccionó ubicándolos también del lado del enemigo.
En síntesis, la democracia y la república son joyas demasiado preciosas para ser dejadas en manos de demagogos y corruptos como en este caso. Venezuela debe recuperar la democracia y la paz.
