Dice Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) que “Cinco esquinas” es su novela más improvisada, lo cual es decir mucho en un autor que lo tiene todo pensado antes de sentarse a escribir. Esta vez apenas tenía una idea: la revelación de que Alberto Fujimori y el hombre fuerte de su dictadura, Vladimiro Montesinos, utilizaban la prensa para intimidar a sus opositores.
“Los desacreditaban con escándalos de cama publicados en pasquines a los que el propio Montesinos les ponía los titulares”, cuenta el novelista, al que se le cruzó por el camino el affaire entre la esposa de un chantajeado y su mejor amiga.
A Vargas le espera una temporada ajetreada -nueva novela, 80º cumpleaños el próximo día 28, entrada en la Pléiade en abril-, pero la tarde de la entrevista, celebrada en la casa de Isabel Preysler, su pareja, en Madrid, parece tener todo el tiempo del mundo.
-"Cinco esquinas" se abre con una escena erótica que marca parte de la novela. ¿La prueba de que una escena así funciona es que excite al lector?
-Si una novela en la que el erotismo desempeña un papel importante no excita al lector es que ha fracasado. La función de la novela es hacer que uno salga de su realidad y viva la del libro.
-¿El escritor también se excita o está demasiado metido en la mecánica?
-Hombre, pues sí, cierta excitación sexual la sientes, es un aliciente a la hora de escribir. Al mismo tiempo, si no llegas a sentir cierta depresión cuando describes escenas desgarradoras, no creo que estés en el estado de ánimo ideal para conseguir lo que quieres. Un escritor vive todas las experiencias que describe, se convierte en asesino, en víctima, en amante.
Al mismo tiempo tiene que prevalecer cierto control intelectual porque el lenguaje es una materia que debes utilizar muy conscientemente. Con pura emotividad no escribes una buena novela jamás; sin el sentimiento de estar tú adentro, tampoco.
-¿Dónde está el límite entre erotismo y pornografía?
-En la calidad exclusivamente. La pornografía es un erotismo mal escrito.
-¿Es más difícil en una sociedad que lo ha visto todo, como la nuestra?
-Sí, porque hay una permisividad en la que casi no hay secretos. El erotismo es una representación con algo de teatro, cierto, pero lo privado es fundamental.
-La invasión de la vida privada durante la dictadura de Fujimori es el gran tema de la novela. ¿Fue así en la realidad?
-La primera escena busca precisamente recrear el ambiente de la dictadura. Si no hubiera habido toque de queda, probablemente esas dos señoras no hubieran tenido que pasar la noche juntas. Y sin ese clima de claustrofobia, el sexo no hubiera aparecido en su vida como escape para las tensiones.
El toque de queda obligaba a estar horas encerrado, y eso influyó en las costumbres de la gente: si se reunía para cenar, no tenía más remedio que pasarse la noche entera. Había una enfermiza atmósfera de inseguridad provocada por el terrorismo, el contraterrorismo y la delincuencia común. No sabías quién te mataba. Un clima así lo altera todo, incluidas las relaciones sexuales.
-En la parte política de sus memorias, "El pez en el agua", decía usted que Montesinos era un personaje novelesco. Ahora está en su novela. ¿No temió que lo que fue real en la vida pareciera inverosímil en un libro? Es tan malvado…
-Hay personajes que son potencialmente unos monstruos y solo aparecen como tales en circunstancias concretas: las dictaduras, por ejemplo. Recuerdo haber visto en persona, cuando yo era estudiante, al hombre fuerte de la dictadura del general Odría: Esparza Zañartu. Tenía un poder inmenso y me impresionó la mediocridad del hombre. No sabía ni expresarse y era clarísimamente muy inculto.
-¿Un personaje así es un problema o un regalo para un escritor?
-Es un incentivo, porque los malos suelen ser personajes más atractivos que los buenos. Los malos son inolvidables, de los buenos no se acuerda nadie. Tal vez porque la novela es, como decía Bataille, la expresión del mal. Todo lo que no se puede aceptar en la vida real toma posesión de la novela. Es nuestra forma de expresar lo que tenemos maldito y satanizado.
-¿Llegó a conocer a Montesinos?
-Personalmente, no. Pero era imposible no saber de él. Llegó a acumular tanto poder que asustó al propio Fujimori. Grababa las corrupciones que propiciaba entre periodistas, empresarios y políticos. Y grabó a Fujimori.
-¿No le dio miedo?
-La campaña electoral me vacunó contra el miedo. Fueron meses de una violencia tan terrible que soy un caso típico de cómo la gente se acostumbraba a todo. En Perú hubo unos 70.000 asesinados en los años de Sendero Luminoso, un porcentaje brutal para un país de 25, 26 millones de personas. Al final la gente se divertía, seguía viviendo, se acostumbraba al horror.
-Y Fujimori dijo cambiar libertad por seguridad.
-Fue el pretexto, pero la violencia de Estado fue tan atroz como la terrorista.
-¿El fin nunca justifica los medios?
-Eso es crear una bola de nieve que crece y crece y al final provoca una violencia que se lleva a todo el mundo por delante. Una democracia debe defenderse, pero es fundamental mantenerse dentro de la ley. Si no, el terrorismo gana porque impone sus reglas: la matanza, la tortura.
-¿Cómo se salió de aquello?
-Lo que nos salvó fue que el fanatismo de Sendero Luminoso era tal que generó una reacción en los campesinos, principales víctimas de la violencia. Eso fue lo decisivo, no la violencia salvaje y la guerra sucia desencadenadas por el Gobierno.
-Más que la violencia, en su novela está presente el uso de la vida privada como arma arrojadiza. ¿Dónde empieza la vida privada de un personaje público?
-Si desaparece el derecho a la privacidad, se destruye un valor fundamental para la supervivencia de los otros valores. Sin vida privada se produce un retroceso hacia la barbarie. La civilización se puede definir de muchas maneras, pero la más obvia es el cuidado de las formas.
Es lógico que una persona pública -sobre todo un político- tenga que aceptar cierta vigilancia sobre su conducta, pero se ha llegado a unos extremos donde esa vigilancia se ejerce de una manera abusiva. Por una aberración, eso se confunde con la libertad de prensa.
-¿El periodismo amarillea?
-Todavía hay un periodismo serio, pero cada vez son más tenues sus fronteras con el que no lo es. Una de las características de la cultura de nuestro tiempo es que el entretenimiento se ha convertido en un valor que prevalece sobre los otros. Y eso ha arrastrado al periodismo. Cada vez se tiende más a hacer de la información una diversión. Los periódicos serios no pueden prescindir de una cierta información chismográfica porque pierden lectores.
-¿Era consciente de que las páginas sobre el periodismo se leerían pensando en su relación con Isabel Preysler? ¿Influyó eso en la escritura?
-La última versión la escribí cuando vivía los estragos del periodismo amarillo. Inconscientemente tal vez ha influido. Nunca pensé que me vería envuelto en un escándalo informativo de esa magnitud. Al mismo tiempo fue una experiencia muy instructiva para escribir esa parte.
-Pero usted siempre ha sido un personaje público.
- Pero hay grados. Nunca había llegado al periodismo de las revistas sociales. Fue el descubrimiento de un mundo que pensaba que era pequeñito, pero que es inmenso y mueve mucho dinero. No es casualidad que haya fotógrafos que se pasen horas esperando a ciertas personas para sorprenderlas. Uno se queda desconcertado porque, con los problemas que hay en el mundo, parece un juego.
-Decía que la campaña electoral le vacunó contra el miedo. ¿Qué paraliza más a un escritor: ser candidato a presidente o ganar el Nobel de Literatura?
-La política te ocupa tanto el tiempo y la mente que es imposible escribir. En los meses de campaña no alcanzaba a leer casi. No me concentraba. En las mañanas, tempranito, leía poesía. El peligro del Nobel es que empieces a sentirte una estatua. Y una estatua pierde la espontaneidad, no quiere correr riesgos, tiende a repetirse. Más que a escribir, se dedica a tronar.
-¿Cree que la gente lo lee ahora de otra manera?
-La gente parte del supuesto de que el Nobel te mata, que después del premio eres un cadáver. No te toman en serio. Pero si uno hace el esfuerzo, puede seguir manteniéndose vivo después del Nobel.
-Esta es la primera novela que publica después de la muerte de su agente, Carmen Balcells. ¿Ella llegó a leerla?
-Sí. Queriéndonos muchísimo, siempre nos peleábamos. La última vez que estuve con ella le dije: “Carmen, te advierto que lo que no voy a permitirte es que aproveches mi relación con Isabel para promover mi novela”. Ella me dijo: “Tú dedícate a lo tuyo y no te metas en mi trabajo” [se ríe].
Pobre Carmen, era una persona extraordinaria, la más generosa y tierna que he conocido y, al mismo tiempo, una matriarca. Carme Riera contó el día del homenaje en Barcelona que Carmen le había dicho: “Yo no doy consejos a mis autores, les doy órdenes”. Es la pura verdad. En el campo literario nadie puede reemplazarla.
-¿Ha pensado en cambiar de agencia?
-No, yo tengo una deuda enorme con Carmen. Ojalá la agencia mantenga el vigor que le dio ella. Los que están allí tienen gran empeño en seguir su obra, pero no hay que engañarse: es muy difícil.
-¿Tiene usted algún lector que le diga lo que no quiere oír?
-Mientras escribo procuro que nadie lea lo que estoy haciendo, pero sí tengo lectores. Hay una persona que trabaja en la agencia de Carmen y cuya opinión para mí es valiosísima: Jorge Manzanilla. Es uno de los mejores lectores que hay en España.
Su lucidez para juzgar una obra literaria, para señalarte qué funciona y qué no, es enorme. Me gusta mucho que sea uno de los primeros en leer lo que escribo. Siempre da opiniones muy certeras y con absoluta franqueza, sin medias tintas. Hay pocos críticos tan agudos.
-Pronto cumplirá 80 años. ¿Sigue haciendo sus "planes quinquenales"?
-Sí. No sé si podré cumplirlos.
-¿Alguno que se pueda saber?
-Tengo una obra de teatro dándome vueltas. Y un proyecto comenzado hace tiempo. Hay un libro que me impresionó: “Hacia la estación de Finlandia” [de Edmund Wilson, un recorrido por las ideas que culminaron en la revolución soviética]. Es un ensayo bellísimo donde las ideas son personajes.
Me gustaría hacer algo con ese modelo pero sobre los pensadores liberales. Partir de Adam Smith y contar cómo se va abriendo camino la idea de libertad económica como una libertad de la que dependen todas las otras; y al revés: ella depende de que existan las demás. Es un proyecto a largo plazo, pero me gustaría poder realizarlo. Proyectos no me faltan, lo que me falta es tiempo.
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