Uno de los lugares que más me gusta visitar y que de repente lo tenemos muy cerca es la localidad de Valle del Sol, en Potrerillos, a la vera del Río Blanco y la ruta provincial 89. Es un sitio que visito desde mi niñez y al que vuelvo con frecuencia.
Es inevitable la fuerte conexión con la naturaleza que invade a cada paso, con las montañas imponentes y el sol casi siempre a pleno, dominándolo todo. Esas imágenes de aquella luz potente, la principal protagonista del territorio, en lo personal me marcaron mucho.
De chiquito comenzamos a visitar el lugar con mi familia y con los años mis padres adquirieron una casa que todavía conservamos, con un patio ondulante que sale a una quebradita y un río cristalino. Recuerdo largas caminatas de niño, muy solitarias, algunas veces improvisando el camino y otras siguiendo las huellas que dejan los animales como los caballos y las cabras, sorteando obstáculos naturales como las plantas de rosa mosqueta, las cortaderas gigantes, zigzagueando arroyitos muy angostos y piedras. En aquellos años, la zona estaba bastante despoblada, ahora ha cambiado mucho.
Es posible, si uno va despistado, que la naturaleza desvíe de los senderos y terminés escalando una montaña que antes te parecía más pequeña y que al llegar a su cima descubrás que hay otra más monstruosa detrás. Uno puede estar todo el día trepando allí un mismo cerro, mimetizarse con las texturas y las formas.
Es un sitio que me transmite mucha paz y sus colores explotan en los detalles. Hay que ponerse a ver en minúsculo para descubrir que el desierto no está tan desierto y que guarda secretos. Sólo hay que detenerse a observar; esto pasa en la montaña.
Allí festejamos con unos amigos, entre ellos Francisco Álvarez, el advenimiento de la primera.
