Durante la última década han proliferado muchísimas universidades creadas indiscriminadamente, sobre todo en el conurbano de la provincia de Buenos Aires, pero también en otras partes del país. Las mismas han sido producto de un requerimiento político partidario más que de una necesidad académica, por lo cual sus autorizaciones son muy discutibles.
Existe una idea, que por sobre todo es un prejuicio, de que la educación superior mejora mientras más universidades existan, cuando las cosas pueden ser exactamente al revés si con ello se tiende a reducir la calidad del conocimiento mediante la gestación de casas de estudio que no cumplen debidamente con los requerimientos que hacen a la excelencia educativa.
Muchas veces es más conveniente que las universidades existentes amplíen su radio de acción o incluso su estructura académica, que la creación de nuevas instituciones que suelen pecar de improvisación.
Además, durante los dos últimos gobiernos peronistas nacionales, las unidades académicas aprobadas por ley han sido utilizadas como una forma de alcanzar poder político por parte de ese partido en instituciones donde generalmente las conducciones han estado en mano de otros sectores políticos.
Primero, durante la presidencia de Carlos Menem, fue el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, quien se ocupó de cubrir todo el conurbano de nuevas universidades, nada casualmente la gran mayoría conducidas por operadores políticos del Partido Justicialista devenidos operadores “académicos”, con directa “lealtad” hacia el gobernador que gestó las nuevas instituciones superiores.
Luego, durante las gestiones presidenciales de Néstor y Cristina Kirchner estas discutibles prácticas se nacionalizaron y casi todas las universidades nuevas propuestas pasaron con escaso rigor el tamiz de la autorización pedagógica y legislativa, cuando antes de los dos gobiernos peronistas las tradiciones educativas indicaban que la creación de universidades debía contar con una serie muy amplia de requisitos y, sobre todo, justificar debidamente su necesidad, ya que previamente había que pensar si mejorando la oferta existente no era suficiente para cubrir las demandas crecientes.
Estas nuevas universidades fueron, por otro lado, el semillero de una serie interminable de supuestos convenios de colaboración académica con los distintos gobiernos municipales, nacionales y provinciales, detrás de lo cual casi siempre se encubría la contratación de personal evadiendo las instancias correspondientes.
Es por eso que las nuevas autoridades de todas las jurisdicciones deberían arbitrar los medios, por un lado, para que las instituciones superiores ya creadas dejen de estar al servicio de los poderes políticos, cualesquiera estos sean, pero por el otro lado, que no se prosiga con estas prácticas de crear a troche y moche nuevas universidades porque de lo que se trata es de jerarquizar la actividad académica de modo más cualitativo que cuantitativo.
Para ello es imprescindible proveer de recursos económicos, siempre escasos, en primer lugar a las casas de estudio existentes que han demostrado su valía pedagógica a través del prestigio acumulado a través de los años y de los aportes al conocimiento realizados.
En fin, que las universidades deben estar al servicio del interés público y no de las distintas facciones políticas, ya que su misión es la de, precisamente, universalizar el saber y no particularizarlo o sectorizarlo.