Con los resultados de las PASO de ayer, la fórmula Fernández Fernández se posiciona a milímetros de alcanzar la cima de la victoria en octubre (salvo que ocurran variaciones hoy por hoy impensables).
De sur a norte, de este a oeste, a lo largo de todo el territorio del país (con las honrosas excepciones de Capital Federal y Córdoba) un grito rotundo de No a Macri se masificó imparable. El Frente de Todos fue la herramienta a través de la cual la mitad de la sociedad argentina expresó su profundo rechazo al presidente de la Nación.
En los trazos gruesos de la elección no caben demasiadas explicaciones: el voto motivado por razones económicas, fue determinante. Una importante mayoría social, que en 2015 apoyó a Cambiemos y que en 2017 le fortaleció su apoyo, a partir de la crisis del año pasado y de la respuesta que tuvo el gobierno para con ella, fue acumulando enojos que se terminaron consolidando en lo que parece haber sido un enorme voto bronca, muy superior a cualquier otro sentimiento negativo que se pueda haber tenido frente a cualquier gobierno anterior.
La gente no le perdonó a Macri la desilusión que le produjo, pese a los leves indicios de estabilidad económica de los últimos dos meses. Es muy probable -habrá que verlo luego en el análisis pormenorizado del sufragio- que aparte del voto de los sectores más humildes, haya existido una inmensa rebelión de la clase media baja contra el gobierno, esa que incluso hasta el segundo año de Macri llegaba aunque sea a duras penas hasta fin de mes, pero que a partir de abril de 2018 ya ni siquiera eso pudo lograr. Y se lo cobró a su gobierno, haya sido este el causante único o no de la malaria reinante.
Poco más se puede decir cuando el voto en contra es tan pero tan contundente. Como en los tiempos finales de Alfonsín, la aguja se volcó en contra del gobierno por la situación económica, aunque una y otra situaciones no sean comparables. Tampoco es la crisis actual comparable con la de la caída de De la Rúa, pero algo unifica a los tres momentos: que pese a salir derrotado del gobierno, el peronismo -en cualquiera de sus acepciones- es a lo que recurren casi siempre las mayorías desilusionadas. Al fracaso de Luder en 1983 le siguió el triunfo de Menem en 1989. Al fracaso de Duhalde en 1999 lo siguió el mismo Duhalde después de la debacle delarruista y poco después comenzó el reinado kirchnerista, producto de una elección donde el peronismo se dividió en tres y aún así le ganó a todos los demás. Y ahora, al fracaso de Macri se le responde con el triunfo -otra vez- de la dama que perdió frente al mismo. Es como que la sociedad suele perdonar al peronismo con infinita más facilidad de lo que perdona a sus siempre variables opositores. Es como que el peronismo fuera la naturaleza de las cosas argentinas, pero de vez en cuando, frente a que las cosas no mejoran, la sociedad se tienta con cambiarlo por algo distinto. Aunque al poco tiempo le pide disculpas y lo elige de nuevo.
Por eso, de ahora en más lo que ha de importar no son las razones del fracaso macrista sino las razones del triunfo peronista. Históricamente, explicamos recién, este nuevo triunfo parece obedecer a una regla histórica más o menos continuada. Pero lo que no sabemos es de qué se trata esta versión que muy posiblemente en diciembre asuma la conducción de la Nación.
No cabe duda que es un experimento difícil de explicar, pero será imprescindible hacerlo porque en su primera intervención electoral, demostró ser por demás exitoso.
Salió de la mente de Cristina Fernández de Kirchner, quien en algún momento de este año supuso que con ella al frente, el triunfo sería más difícil. Entonces inventó un candidato a presidente de la nada. Un hombre importante durante la presidencia de Néstor Kirchner, una especie de consejero, operador político y mano derecha de alto nivel, pero que luego se peleó con la pareja presidencial. Y de Cristina en particular dijo durante una década todas las diatribas que de ella sostuvo su oposición más acérrima. Salvo en el tema de la corrupción, donde no se metió demasiado, en todo lo demás fue implacable ante una presidente a la consideró cuando menos “deplorable” en casi todo.
En su peculiar razonamiento, Cristina ni siquiera le pidió que se desdijera de nada de lo que dijo. Cuando al principio, nervioso por la responsabilidad delegada, Alberto Fernández trató de conciliar los decires opuestos de él y ella, Ella le dijo que fuera el mismo que había sido en los años en que la criticó implacablemente. Así, en una campaña singular, Alberto se dedicó a formular una batería de críticas a Cristina que si alguien las hubiera dicho en su gobierno, o incluso ahora, habría recibido el más duro castigo y la peor de las condenas por parte de Ella. Pero a Alberto no sólo lo dejó criticarla hasta el fondo, sino que le pidió hacerlo. Y mientras Alberto cumplía tan singular misión, ella recorría el país con un librito en el que afirmaba exactamente lo contrario de lo que decía Alberto. O sea, se dedicaba a defender su gobierno en todo, con cero autocrítica.
En síntesis, el “movimiento” peronista, ganó otra vez (arrasó, mas bien) con un estilo que sólo a él le sale: decir una cosa y la contraria para de ese modo sumar a los que piensan una cosa y a los que piensan lo contrario.
Hasta ahora con ello le ha ido extraordinariamente bien. Pero detengámonos aquí porque a partir de hoy comienza otra historia, muy diferente a la que vivimos estos cuatro años. Esperemos que también sea diferente a la que vivimos antes de estos cuatro años.