De joven, mientras avanzaba a tropezones en la facultad y antes de entrar a Los Andes, pasé por otros empleos, algunos de temporada como la cosecha o los galpones de empaque y otros azarosos: fui repartidor de diarios, vendí cursos a domicilio, escribí en un par de revistas, hice un poco de radio y jardinería. En esa misma línea, en los 90 fui vigilante en el hospital Perrupato, pero renuncié al poco andar, cuando entendí que mi patrón, un comisario retirado, se quedaba con parte de mi sueldo.
La vigilancia de un depósito y de una finca, la de una construcción y también la de un hospital implican someterse al tedio. Y cuando no se puede dormir a escondidas solo queda caminar. Con los días aprendí que una manera de no desesperar al lento paso del tiempo era escuchar a la gente, que en un hospital siempre tiene para decir.
Así conocí a Sarmiento, una noche en la que él no lograba dormir y yo no debía hacerlo. Esa madrugada, sentados a mitad de un pasillo, bajo la luz pálida de un fluorescente me contó de sus meses allí, de los días iguales y de las ganas de rajarse.
- ¿Está enfermo?
- Claro, si no mi hija no me habría traído –me contestó molesto por tener que aclarar lo obvio. No parecía enfermo, apenas triste.
Después supe que Sarmiento llevaba más de medio año allí: “Cuando llegó hablaba de un complot intergaláctico”, me dijo una enfermera: “Veía marcianos que querían raptarlo. Decía que podía reconocerlos porque fumaban cigarrillos negros 43 70. La verdad es que tomaba mucho y por eso lo internaron. Ahora está mejor”.
Con Sarmiento nos vimos otras noches de insomnio y en una de ellas me contó de las botellas de ginebra Bols enterradas en su casa: “Están junto a las primeras cepas y cerca de un olivo que acerca sombra al patio”, detalló. Ahí me confió que fue bebedor, que mientras a otros el alcohol les arrimaba sueño a él lo ponía malo con su mujer y su hija. Sin decirlo, me dio a entender que las había maltratado: “Cuando se me pasaba la curda no sabía cómo pedir perdón y entonces escribía disculpas en papelitos que metí en las botellas. Están todas enterradas, capaz que nadie las encuentre nunca”.
Me fui del hospital antes que Sarmiento y nunca más lo vi. Luego entré a Los Andes y con el tiempo, cubrí el asalto a una finca camino a Tres Porteñas. Esa mañana, mientras hablaba con la doña sobre lo ocurrido entendí que ella era hija de Sarmiento; yo no había olvidado la historia y me animé a hablarle de las botellas de su papá, esas que había enterrado en el patio.
Me miró extrañada: “Mi papá falleció, pero el que enterraba botellas era mi abuelo, no mi papá y lo hizo cerca de aquel olivo”, dijo con la vista hacia el fondo, sobre una planta encorvada como una bruja: “Nunca lo contó y se murió con el secreto”.
Me dijo que su papá descubrió esas botellas: “Armaba una huerta y las encontró. Desenterró unas 30, todas llenas de rollitos de plata que ya no servía. Fueron las alcancías del abuelo”.
Luego agregó: “Mi papá anduvo obsesionado con eso; yo era chica pero recuerdo que él sacaba cuentas de que con la plata desenterrada a tiempo podría haber comprado otra finca o dos camiones. Siempre repetía lo mismo: otra finca o dos camiones”.
Me miró y completó: “Mi papá no enterró botellas, él se las tomaba y a veces, cuando se acordaba del dinero se enojaba con nosotras”.