Una utopía, ¿por qué no?

El derrotismo no hace más que garantizar la misma derrota afirma el autor al analizar un futuro no muy lejano en que los robots de todo tipo modificarán la sociedad que conocemos hoy.

Una utopía, ¿por qué no?

Algunas personas tiemblan de terror al acercarse la profecía de Terminator, en la que las máquinas inteligentes se apoderan del mundo. Después de todo, no es ciencia ficción si Stephen Hawking dice cosas como ésta: “El desarrollo pleno de la inteligencia artificial podría representar el fin de la raza humana”.

Pero antes de que nos reemplacen los robots, nos enfrentamos al problema de la reducción del salario real provocada por, entre otros factores, la automatización y la tercerización, que no tardará en automatizarse a su vez. La desigualdad (no es necesario presentar estadísticas al respecto, ¿o sí?) es el mayor problema social al que nos enfrentamos. (Digamos que el cambio climático, que tiene la potencialidad de ser apocalíptico más que simplemente horrible, es un problema científico).

Y ya que los ricos no gastan un porcentaje de su dinero tan alto como el porcentaje de ingresos que gastan los pobres, hay gran cantidad de riqueza ociosa. El resultado es que tenemos menos empleos que paguen un sueldo equivalente a lo que ganaba un trabajador de la industria automotriz o un profesor en los años sesenta y setenta. Con excepción de unos cuantos, todos tendrán el tipo de trabajo en el sector servicios que paga alrededor de 9 dólares la hora. Y otros estarán peor.

Y si los robots pueden pensar, ser creativos, aprender por sí mismos, derrotar a los humanos en el ajedrez, cuidar de nuestros padres ancianos, plantar, cuidar y cosechar lechugas, conducir autos, repartir paquetes, construir iPhones y manejar almacenes -los robots “Kiva” de Amazon pueden cargar tonelada y media, surtir anaqueles y seleccionar y enviar paquetes- no es difícil imaginar qué empleos quedarían para los humanos.

Bienvenido a un mundo feliz en el que hay menos acaudalados y más desposeídos que en el actual. Los ganadores y los perdedores son los mismos pero la polaridad es aún más extrema.

Y aunque es moralmente detestable, es también “un asunto económico extremo. Pues conforme haya más gente a la que se le paga relativamente poco, la pregunta de los economistas es de dónde saldrá la demanda agregada”, como me dijo hace unas semanas Robert B. Reich, ex secretario de Trabajo y actualmente profesor en la Universidad de California en Berkeley.

En efecto, si nadie puede comprar, habrá muy poco qué vender. Insisto: en relación con su ingreso, la gente rica no compra mucho. Mil millones de personas con cien dólares cada una gastan mucho más que una sola persona con U$S 100.000 millones).

En otras palabras, casi todos coinciden en que la desigualdad del ingreso es terrible pero, ¿qué hay para impedir que empeore? El derrotismo solo garantiza la derrota, pero hay soluciones de corto plazo que pueden venir tanto de arriba como de abajo. El papel del gobierno debe ser suspender los regalos a las corporaciones, aceptar que la marea alta no eleva a todos los botes y programar una vida decente para todos los ciudadanos a través de un enorme programa de obras públicas que se necesitan con desesperación, que crearía al menos algunos empleos dignos y bien pagados.

Los que no puedan conseguir esos empleos -y ya que uno de cada seis estadounidenses está en condiciones de recibir cupones de comida, es evidente que no hay suficientes empleos buenos para pasarla- solo podrán sobrevivir si se aborda el problema de la distribución del ingreso. Una forma de hacerlo es a través del crédito fiscal por ingreso devengado, una especie de impuesto sobre la renta pero al revés, similar a las propuestas de Milton Friedman y, por lo tanto, aceptable para muchos republicanos.

Pero esto supone que la gente tenga un trabajo que pague un ingreso gravable y no es seguro suponerlo. Es mejor el ingreso básico garantizado, que no es detestado universalmente (es al menos tan antiguo como Thomas Paine, fue apoyado por el economista Friedrich Hayek y recientemente fue considerado por Suiza), pues simplificaría las cosas y ayudaría a tener a la economía en movimiento. Por supuesto, la gran pregunta es cómo se financiaría todo esto.

Podríamos hacer que el impuesto sobre la renta fuera como era hace sesenta años, cuando la tasa superior era de 91% (y cuando, por cierto, la economía estaba muy bien), o se podría instituir un impuesto a la riqueza de 100% después de los mil millones de dólares o... bueno, las ideas no escasean. La forma de abordar la distribución del ingreso es distribuyendo el ingreso.

Una combinación de obras públicas y de asistencia garantizada (que, por cierto, no es una mala palabra) es la mejor solución de arriba a abajo en el corto plazo. Pero la situación de abajo hacia arriba tiene más posibilidades de constituir un sistema económico más equitativo. Lo que estamos viendo, en una escala pequeña pero creciente, es un mundo en el que la energía e incluso el poder cada vez se descentralizan más, en el que las comunidades se construyen más en el nivel local y en el regional, creando organizaciones que benefician más a sus miembros.

La propiedad del trabajador -que por obvias razones combate la desigualdad directamente- se está volviendo más común y esas organizaciones se están hablando unas a otras en el nivel local. Aun algo tan sencillo como el movimiento de la granja a la escuela significa que las economías se están volviendo más locales y las comunidades están apoyando sus propios negocios.

El historiador y economista Gar Alperovitz, que detalla estos esfuerzos en su libro What Then Must We Do? (una cita de Tolstoi sobre la desigualdad básicamente) me dijo recientemente: “El juego político está empezando a parecer una estrategia de tablero de ajedrez; algunos escaques están claramente bloqueados, pero otros están abiertos. La meta, por supuesto, es ampliar el número de escaques que están abiertos a los esfuerzos democratizadores; no sólo restablecer la riqueza económica y la sustentabilidad en las comunidades en apuros, sino demostrar alternativas viables”.

Nada de esto es de corto plazo pero tampoco los robots van a dominar el mundo mañana así que podemos decir que casi todos los humanos que haya en la Tierra dentro de veinte años van a preferir un sistema económico que garantice una vida decente, ya sea que sus “amos” sean robots sin corazón o de plano los chorromillonarios.

Simplemente tenemos que hacer trabajos de corto plazo con la mirada puesta en el largo plazo y recordar que casi nadie predijo los cambios de nuestros tiempos: el movimiento de los derechos civiles, la caída del Muro de Berlín, la primavera árabe. Hace diecinueve años, Bill Clinton promulgó la ley de defensa del matrimonio, que permite a los gobiernos estatales negarse a reconocer los matrimonios homosexuales celebrados por otros estados. ¡Y miren lo que ha sucedido desde entonces!

Entre la recesión (que ha desaparecido solo para los que estén ganando mucho dinero) y el momento en que nos aplasten el espíritu unos monstruos de titanio de 15 metros de altura que lancen rayos, quizá haya tiempo de imaginar otra sociedad.

No quiere decir que nadie nunca haya pensado en esta cuestión. Tuvimos a un Karl Marx, cuyo análisis fue impecable pero cuya reputación quedó manchada por las alternativas que se elaboraron bajo su nombre. Tuvimos a un Edward Bellamy, cuyo libro Looking Backward, muy popular en 1888, prevé una especie de internet y la facilidad con la que se producen y entregan las mercancías.

En su obra, él presenta una imagen de cooperación, más que de competencia, describiendo con detalles muy razonables lo que antes se llamaba utopía socialista. (Esto tendríamos que presentarlo de otro modo, ya que esas dos palabras están prohibidas en las sociedades neoliberales). Y tuvimos también a un John Maynard Keynes, que propuso que una semana de 15 horas de trabajo con el tiempo se consideraría un empleo de tiempo completo.

¿Y por qué no? Ahora también necesitamos grandes pensadores, y soñadores y necesitamos estar actuando con ellos.
Hemos alcanzado un nivel de igualdad social que apenas imaginaban los progresistas hace cincuenta años, pero ha empeorado la igualdad económica. Nadie sabe cómo será el mundo dentro de cincuenta años, pero si nos resignamos a las utopías fallidas -en las que el capital tiene todo el control, como casi sucede ahora- ciertamente eso será lo que tendremos.

Propongámonos construir algo mejor. A largo plazo, sabemos que haremos la transición del capitalismo hacia un sistema menos destructivo y, ojalá, más justo. ¿Por qué no empezar esa transición hoy mismo? Si va a haber un mercado global que enriquezca aun más a los capitalistas, debe haber garantías de que el resto de la popular por lo menos pueda tener casa y comida. Y las cosas incluso podrían ser mejor que eso si ponemos a los robots a trabajar para nosotros.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA