La "hora feliz" en el supermercado S-market del barrio de clase trabajadora de Vallila tiene lugar lejos de los pasillos de bebidas alcohólicas y no es precisamente una convivencia social. Ninguno de los presentes está ahí para beber y pasar un buen rato: van para comprar un corte de carne de cerdo a precio rebajado.
Claro, tampoco desprecian el pollo, un buen filete de salmón u otros cientos de artículos que están a horas de la medianoche de su fecha de caducidad. En las novecientas tiendas S-market de Finlandia se aplica un descuento al precio de los alimentos que pronto ya no podrán vender. Los precios ya reducidos un 30% se rebajan todavía más, al 60%, exactamente a las 21.00.
Esta medida forma parte de una campaña planeada a dos años cuyo objetivo es reducir el desperdicio de comida. Los ejecutivos de la empresa de ese país, célebre por su afición a las bebidas alcohólicas, decidieron llamarla "hora feliz" para atraer a sus propios clientes frecuentes, como cualquier bar respetable.
Cerca de un tercio de los alimentos producidos y empacados para consumo humano se pierde o desperdicia, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Esa cantidad equivale a 1.300 millones de toneladas al año, con un valor aproximado de 680.000 millones de dólares. Dichas cifras no sólo representan un desfase desastroso entre lo que las personas necesitan y lo que quieren, pues el diez por ciento de los habitantes del planeta sufren desnutrición crónica. Encima, la comunidad científica señala que la comida sobrante contribuye al cambio climático.
Entre el ocho y el diez por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero están relacionadas con alimentos perdidos durante las etapas de cosecha y producción o por desperdicio de los consumidores, según un informe reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. La comida que se pudre en los vertederos de basura emite metano, un gas casi 25 veces más dañino que el dióxido de carbono. Por si fuera poco, para cosechar y transportar esos alimentos que terminan como desperdicios se gastan miles de millones de hectáreas de tierra fértil, billones de litros de agua y enormes cantidades de combustibles fósiles.
Reducir el desperdicio de alimentos es uno de los pocos hábitos personales con que los consumidores pueden ayudar al planeta. Sin embargo, por alguna razón, muchas de las personas que dicen preocuparse por su huella de carbono no les ponen mucha atención a los vegetales ni a la carne que tiran a la basura.
Reducir la cantidad de desperdicios es todo un reto porque vender la mayor cantidad posible de alimentos es parte esencial, probada y comprobada, de las culturas que viven conforme al lema de todo lo que puedas comer. No existe una estrategia igual de evidente para persuadir a los comerciantes de que promuevan la cultura del "rescate de alimentos", como se conoce a esta práctica, y obtengan ganancias a partir de ella.
"Los consumidores pagan por los alimentos. ¿Quién querría vender menos?", cuestionó Toine Timmermans, director de la Fundación Unidos Contra el Desperdicio de Alimentos, organización neerlandesa sin fines de lucro, integrada por empresas e institutos de investigación. "¿Quién gana si se reduce el desperdicio de alimentos?", insistió.
Cada vez más supermercados, restaurantes y empresas emergentes -muchas de ellas con oficinas en Europa- intentan responder a esta pregunta. Estados Unidos es caso aparte: solo Walmart obtuvo buenos resultados, en gran medida debido a que cuenta con programas para estandarizar las etiquetas con fechas de caducidad y educar tanto al personal como a los clientes.
Algunas de las opciones más prometedoras en el área de desperdicio de comida son las aplicaciones diseñadas para poner en contacto a vendedores y compradores. Tienen cierto parecido con Tinder, solo que en este caso buscan conectar a una persona con una hogaza de pan cuya fecha de caducidad está muy próxima.
Una de las más populares es Too Good to Go, empresa establecida en Copenhague, con 13 millones de usuarios y contratos con 25 mil restaurantes y pastelerías en 11 países. Los consumidores pagan alrededor de un tercio del precio etiquetado de los artículos y el minorista recibe casi todo el dinero, menos un pequeño porcentaje para los propietarios de la aplicación.
En Dinamarca, el rescate de alimentos ya alcanzó la escala y el ímpetu de un movimiento cultural, e incluso tiene su propia madrina intelectual: Selina Juul, diseñadora gráfica que emigró de Rusia a los 13 años."Vengo de un país en el que nadie sabía si al día siguiente tendríamos comida en la mesa, pues escaseaban los alimentos", explicó durante una entrevista telefónica. "Cuando emigramos, estaba sorprendida porque nunca antes había visto tanta comida. Después, me impresionó aún más cuando vi cuánta de esa comida se desperdiciaba", dijo.
En 2008, a los 28 años, organizó en Facebook el grupo Stop Wasting Food (Dejen de desperdiciar comida). En sólo unas semanas, le ofrecieron entrevistas en la radio. Al poco tiempo, apareció en el radar de Anders Jensen, director de compras de Rema 1.000, la mayor cadena de supermercados de Dinamarca.
Después de una reunión entre Selina y Anders en un café de Copenhague, Rema 1.000 eliminó de sus tiendas los descuentos por compras en volumen. Desde 2008, no es posible comprar tres piernas de jamón por el precio de dos ni nada por el estilo.
Rema 1.000 y Juul reconocen que una empresa sólo puede tomar medidas limitadas para reducir el desperdicio. Necesitaban generar mayor conciencia, así que Juul convocó a daneses famosos a unirse a la causa.
En este momento, escribe en colaboración con la princesa María -quien trabajó en publicidad y mercadotecnia antes de ingresar a la familia real danesa- un libro de cocina que utiliza como ingredientes sobrantes de comida. Algunos chefs convertidos en celebridades, como René Redzepi, han ayudado a correr la voz. Mette Frederiksen, actual primera ministra, incluso lo adoptó como asunto de campaña este año.
La comida que se pudre en los vertederos de basura emite metano, un gas casi veinticinco veces más dañino que el dióxido de carbono.