Se dice que la globalización comenzó con la caída del muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética. Desde ese momento muchas cosas ocurrieron, algunas con más velocidad y otras más lentas.
Los que reaccionaron más rápido fueron los mercados financieros, ayudados por la creciente tecnología. Los giros de monedas e inversiones volaron y los flujos financieros sirvieron para financiar países y empresas, aunque también, por su velocidad, fueron causantes de grandes crisis, algo que ya se había anticipado en la década de los ‘90, con el “efecto tequila” y más tarde con las crisis en Tailandia, Brasil, Rusia y Argentina.
La segunda etapa se dio en los intercambios de mercancías. A medida que comenzaba a crecer el comercio mundial, aparecían distintos bloques que tenían como objeto limitar a los países más avanzados, mientras que los más desarrollados protegían sus producciones agrícolas, donde eran menos competitivos.
Rápidamente EE.UU. junto a Canadá y México dieron nacimiento al Nafta, los países europeos consolidaron la Unión Europea hasta llegar a la moneda única, el euro, y en Sudamérica, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay daban nacimiento al Mercosur. Posteriormente se dieron nuevas alianzas, sobre todo con la irrupción de China en el mercado mundial.
El último de los flujos de intercambios fue el de personas. A partir de la globalización, muchos países decidieron potenciar el turismo y flexibilizaron sus fronteras y así los viajes se multiplicaron en todo el mundo.
Terminados los viejos conflictos políticos, emergieron países como China, Vietnam, Rusia, Tailandia y los europeos que habían estado bajo la órbita soviética. Sudamérica también fue objeto de curiosidad por parte de los ciudadanos del hemisferio Norte.
Pero la globalización, sin reglas, trajo una serie de problemas. Primero, el avance tecnológico generó la obsolescencia de viejos modelos productivos y eso produjo mucho desempleo, sobre todo en países industrializados. Luego surgió el crecimiento de los países emergentes vendiendo sus materias primas a los desarrollados.
Esto generó una reacción en los países desarrollados. La más clara fue la de los ingleses, que votaron salir de la Unión Europea y el nacimiento de cierta xenofobia contra los inmigrantes que salían de países pobres en busca de oportunidades y hacían los trabajos que no querían hacer los nacionales.
Luego apareció Trump con un discurso populista nacionalista, poniendo freno a la inmigración, revisando convenios para no ceder tantas facilidades a otros países, lo que se evidenció en la guerra comercial con China.
A su vez, en Brasil, Jair Bolsonaro apareció con discurso aperturista, contra la opinión de sectores industriales y estableciendo alianzas con Trump, mientras en Argentina, Alberto Fernández cerraba más la economía que ya venía muy cerrada.
Y la sorpresa llegó por el lugar menos pensado. El coronavirus, nacido en China, se propagó rápidamente producto del intercambio de personas. Es que el virus viaja en avión y, aunque la primer reacción fue la de cerrarse, eso ya no es posible.
Ahora aparece la necesidad de un nuevo orden mundial donde los países desarrollados deberán asistir a los países más pobres para que ellos puedan combatir la pandemia en sus territorios porque los ciudadanos de esos países siguen buscando mejores condiciones e ingresan de forma ilegal.
Esto cambia la estrategia de Trump y otros líderes que, aunque más no sea para proteger a sus propios ciudadanos, deberán ayudar con recursos y tecnología a los países más pobres a fin de poner freno a este virus que ha venido a cambiar la visión sobre el mundo y la necesidad de atender al desarrollo humano.