Durante la primera década del siglo XXI América Latina se “globalizó” como no lo había hecho nunca. Comenzó una integración al mundo que tuvo su punto de partida años antes, cuando las constantes dictaduras que asolaban a casi todos sus países dieron lugar a lo que podría llamarse casi un consenso democrático y la política permitió, entonces, pensar en futuros distintos y mejores. Fue con ese entusiasmo que el ciudadano común de nuestros pueblos recibió el renacer republicano que ponía fin a las tiranías.
No obstante, las cosas no salieron tan bien como se esperaba. En particular porque cuando se nos presentó la oportunidad de acercarnos al mundo desarrollado (e incluso la posibilidad de poder prontamente pertenecer a él) debido al aumento extraordinario (aunque excepcional) del valor de nuestras materias primas por los requerimientos asiáticos (cuyos países, en particular China e India, también se estaban abriendo a la globalización), no fuimos capaces de realizar las tareas imprescindibles para que esa riqueza coyuntural se convirtiera en desarrollo estructural.
En efecto, actuamos más a la manera de los emiratos árabes que de los países con amplios antecedentes democráticos. Creamos nuevos caudillismos de “izquierda” que, junto con las viejas oligarquías de “derecha”, transformaron en ideológico un proceso que era esencialmente económico, político y social. Además las élites, en vez de devenir agentes de desarrollo, se convirtieron en semillas de corrupción. Así, cuando una gran empresa privada brasileña decidió utilizar la “coima” como instrumento para avanzar en toda América Latina, la inmensa mayoría de sus mandatarios públicos, tanto de izquierda como de derecha, sucumbieron a la tentación como se verifica hoy cuando la Justicia está condenando a tantos de ellos. Si otros se escapan, es porque junto a la corrupción, en nuestros países sigue reinando la impunidad.
Fue así que el crecimiento objetivo que nos produjo la exportación de nuestras materias primas supervaloradas, conformaron una nueva pero incipiente clase media que cambió los esquemas sociales de América Latina, donde casi todas las naciones apenas se dividían entre ricos y pobres con muy poco en el medio, excepto Argentina y Uruguay, no mucho más.
Lamentablemente, esa clase media, que en un principio se mostró entusiasta por el real avance en su posición social, pronto comenzó a verificar que las dirigencias políticas y económicas no habían dejado de lado sus privilegios sino que, en todo caso, debido al exceso de recursos, los habían consolidado y/o multiplicado. Por lo tanto, lo que al principio fue crecimiento, muy pronto se estancó por la inequidad social gestada por las élites al no pensar en el desarrollo futuro sino apenas en el consumo presente para ganar elecciones. También por el autoritarismo creciente generado por las reelecciones más la corrupción rampante.
Todo eso conjugó un cóctel explosivo que es el que está estallando por todos lados en América Latina cuyos sectores populares han decidido rebelarse contra la desigualdad, la injusticia, la corrupción y la indiferencia de sus élites.
Son motivos suficientes para barajar y dar de nuevo. Para que nuevas dirigencias debidamente aggiornadas y con claro espíritu popular, se hagan cargo de los países y formulen nuevos proyectos políticos, económicos y sociales donde el factor de ajuste no sea el pueblo y la racionalidad se imponga al realismo mágico.